martes, 9 de octubre de 2012
Padres y maestros
La verdadera educación comienza con el educador, quien debe
conocerse a sí mismo y estar libre de patrones de pensamiento ya establecidos;
porque según es él así será su enseñanza. Si él no ha recibido verdadera
educación, ¿qué puede enseñar que no sea el conocimiento mecánico en que se ha
educado? El problema, por lo tanto, no es el niño, sino los padres y el
maestro.
El problema principal, pues, es educar al educador.
Si nosotros, que somos los educadores, no nos comprendemos a
nosotros mismos, si no entendemos nuestras relaciones con el niño, sino que lo
atestamos de información y lo preparamos para aprobar exámenes, ¿cómo podremos
crear una nueva clase de educación? El alumno va a la escuela a recibir
dirección y ayuda; pero si el director, el ayudador, está confuso y dominado
por teorías, es estrecho de criterio y nacionalista, entonces, naturalmente, su
alumno será lo que es el maestro; y la educación se convierte en una fuente de
más confusión y lucha.
Si vemos la verdad de esto, nos daremos cuenta de lo importante
que es empezar por educarnos nosotros mismos en la forma debida. Tener gran
interés en nuestra propia reeducación, es mucho más necesario que preocuparnos
por el futuro bienestar y la seguridad de los niños.
Educar al educador ‑es decir, hacer que se entienda a sí mismo- es
una de las empresas más difíciles, porque la mayor parte de nosotros estamos ya
cristalizados dentro de un sistema de pensamiento o dentro de un molde de
acción; nos hemos dado ya a una ideología, a una religión, o a una norma
determinada de conducta. Por esto enseñamos al niño qué pensar y no cómo
pensar.
Más todavía, los padres y los maestros están mayormente ocupados
con sus propios conflictos y penas. Ricos o pobres, la mayor parte de los
padres están absortos en sus propias ansiedades y aflicciones. No están
seriamente interesados en el actual deterioro moral y social, sino que sólo
desean que sus hijos logren la debida preparación para vivir en el mundo.
Sienten ansiedad por el futuro de sus hijos, anhelosos de educarlos a fin de
que consigan colocaciones permanentes o que se casen bien.
Contrariamente a la creencia general, la mayoría de los padres de
familia no aman a sus hijos, aunque dicen que los aman. Si los amaran de
verdad, no destacarían tanto la familia y la nación en oposición a la totalidad
del mundo, lo que crea divisiones raciales y sociales entre los hombres y trae
como consecuencia la guerra y el hambre. Es realmente extraordinario que
mientras la gente se adiestra rigurosamente para ser abogados o médicos, pueden
llegar a ser también padres de familia sin haber tenido preparación alguna que
los equipe para esta tarea de tanta importancia.
Frecuentemente la familia, con sus tendencias de segregación,
estimula el proceso general de aislamiento, convirtiéndose así en un factor
deteriorante en la sociedad. Es sólo cuando hay amor y comprensión que las
paredes del aislamiento se derrumban, y entonces la familia no es por más
tiempo un círculo cerrado, ni una prisión, ni un refugio; entonces los padres
de familia están en comunión, no solamente con sus hijos sino también con sus
vecinos.
Al concentrarse en sus propios problemas, muchos padres pasan a
los maestros la responsabilidad por el bienestar de sus hijos, y entonces es
importante que el educador se ocupe también de educar a los padres.
El educador debe hablarles a los padres, explicándoles que el
estado de confusión mundial refleja su propia confusión individual. Debe
señalar que el progreso científico en sí no puede traer cambio radical alguno
en los valores existentes; que el adiestramiento técnico, que es lo que hoy se
llama educación, no le ha dado al hombre libertad ni lo ha hecho más feliz; y
que condicionar al alumno para que acepte el ambiente prevaleciente no puede
conducir al desarrollo de la inteligencia. Debe decirles a los padres lo que
está tratando de hacer en beneficio de sus hijos, y cómo es que lo está
haciendo. Tiene que despertar la confianza de los padres, no asumiendo la
actitud de un especialista que trabaja con profanos ignorantes, sino hablando
con ellos del temperamento del niño, de sus dificultades y aptitudes y así sucesivamente.
Si el maestro está realmente interesado en el niño como individuo,
los padres tendrán confianza en el. En este proceso el maestro educa a los
padres y se educa a sí mismo, aprendiendo de ellos a la vez. La verdadera
educación es una tarea mutua, que exige paciencia, consideración y afecto. En
una comunidad culta, los maestros ilustrados podrían resolver este problema de
cómo educar a los niños, y deben efectuarse experimentos en pequeña escala en
torno de esta cuestión por maestros interesados y padres reflexivos.
¿Se preguntan los padres alguna vez por qué tienen hijos? ¿Es
acaso para perpetuar su nombre o para mantener su propiedad? ¿Quieren hijos
meramente para su propio deleite, para satisfacer sus necesidades emocionales?
Si es así, entonces los hijos se convierten en meras proyecciones de los deseos
y temores de sus padres.
¿Pueden los padres reclamar que aman a sus hijos, cuando al
educarlos erróneamente, fomentan la envidia, la enemistad y la ambición? ¿Es
acaso el amor el que estimula los antagonismos nacionales y raciales que
conducen a la guerra, a la destrucción y a la completa miseria, el que coloca
al hombre frente al hombre en nombre de la religión y de las ideologías?
Muchos padres alientan a sus hijos a seguir por los caminos que conducen
al conflicto y al dolor, no sólo permitiéndoles que se sometan a una clase de
educación errónea, sino dándoles el mal ejemplo de su propia conducta; y
entonces, cuando los hijos crecen y sufren, oran por ellos o buscan excusas por
su comportamiento. El sufrimiento de los padres por sus hijos es una forma de
compasión posesiva de sí mismos que sólo existe cuando no hay amor.
Si los padres aman a sus hijos, no serán nacionalistas, ni se
identificarán con ningún país; porque el culto al Estado trae la guerra, que
mata o mutila a sus hijos. Si los padres aman a sus hijos, descubrirán cuáles
son las verdaderas relaciones del hombre con la propiedad, porque el instinto
de posesión le ha dado a la propiedad una enorme y falsa significación que está
destruyendo al mundo. Si los padres aman a sus hijos, no pertenecerán a ninguna
religión organizada, porque el dogma y las creencias dividen a la gente en
grupos opuestos, creando así antagonismos entre los hombres. Si los padres aman
a sus hijos suprimirán la envidia y la lucha y comenzarán a cambiar
fundamentalmente la estructura de la sociedad actual.
Mientras queramos que nuestros hijos sean poderosos, que tengan
mayores y mejores colocaciones, que tengan más y más éxito en la vida, no hay
amor en nuestros corazones, porque el culto al éxito estimula el conflicto y la
miseria. Amar a los hijos significa estar en completa comunión con ellos; es
tratar de que reciban la clase de educación que les ayude a ser sensibles,
inteligentes e integrados.
Lo primero que un maestro debe preguntarse cuando decide qué desea
enseñar, es qué exactamente entiende por enseñar. ¿Va a enseñar las asignaturas
corrientes de la manera acostumbrada? ¿Quiere condicionar al alumno a que se
convierta en una pieza de la maquinaria social, o quiere ayudarle a convertirse
en un ser humano integrado, creador, una amenaza para los falsos valores? Y si
el educador ha de ayudar al alumno a examinar y entender los valores y las
influencias que le rodean, y de las cuales forma parte, ¿no debe el maestro
comprenderlos también? Si uno es ciego, ¿podrá ayudar a los demás a cruzar a la
otra orilla?
Indudablemente, el maestro es el primero que debe empezar a ver
las cosas como son. Debe estar constantemente alerta, intensamente alerta a sus
propios pensamientos y sentimientos, consciente de la manera en que él está
condicionado, consciente de sus acciones y reacciones; porque de esta actitud
alerta surge la inteligencia, y con ella una radical transformación en sus
relaciones con la gente y con las cosas.
La inteligencia no tiene nada que ver con pasar exámenes. La
inteligencia es la percepción espontánea que hace al hombre fuerte y libre.
Para despertar la inteligencia de un niño, debemos entender nosotros mismos qué
es la inteligencia; porque, ¿cómo vamos a pedirle a un niño que sea inteligente
si nosotros permanecemos ininteligentes en tantos respectos? El problema no
consiste solamente en las dificultades del alumno, sino también en las
nuestras: los temores acumulados, la infelicidad y las frustraciones de las
cuales no estamos libres. Para ayudar al niño a que sea inteligente, tenemos
que desmoronar dentro de nuestro fuero interno los obstáculos que nos hacen
torpes e irreflexivos.
¿Cómo podemos enseñarles a los niños que no busquen seguridad
personal si nosotros mismos estamos persiguiéndola? ¿Qué esperanza hay para el
niño si nosotros, que somos los padres y los maestros, no somos enteramente
vulnerables a la vida, si levantamos paredes a nuestro alrededor para
protegernos? Para descubrir la verdadera significación de esta lucha por la
seguridad, que causa tal caos en el mundo, debemos empezar a despertar nuestra
propia inteligencia, dándonos cuenta de nuestros -procesos psicológicos;
debemos empezar considerando todos los valores que ahora nos aprisionan.
No debemos continuar ajustándonos impensadamente a los patrones en
que eventualmente hemos sido educados. ¿Cómo puede haber armonía en el
individuo, y por lo tanto en la sociedad, si no nos entendemos a nosotros
mismos? A menos que el educador se comprenda a sí mismo, a menos que vea sus
propias reacciones condicionadas y comience a libertarse de los valores
existentes, ¿cómo es posible que despierte la inteligencia del niño? Y si no
puede despertar la inteligencia del niño, ¿cuál es su función entonces?
Es sólo mediante la comprensión de los procedimientos de nuestro
propio pensar y sentir, que podremos ayudar al niño a ser un ser humano libre;
y si el educador está vitalmente interesado en estas cosas, entenderá
profundamente, no sólo al niño, sino también se entenderá a sí mismo.
Muy pocos de nosotros observamos nuestros propios pensamientos y
sentimientos. Si son evidentemente feos, no entendemos toda su significación,
sino que tratamos simplemente de refrenarlos o de rechazarlos. No nos damos
cuenta exacta de nosotros mismos. Nuestros pensamientos y sentimientos son
estereotipados, automáticos. Aprendemos algunas asignaturas, reunimos alguna
información, y entonces tratamos de pasársela a los niños.
Pero si estamos vitalmente interesados, no solamente trataremos de
averiguar los experimentos educativos que se realizan en diferentes partes del
mundo, sino que también procuraremos ser muy claros en nuestro enfoque del
asunto en su totalidad; nos preguntaremos por qué y con qué propósito nos
educamos y educamos a nuestros hijos; investigaremos la significación de la
existencia, las relaciones del individuo con la sociedad y así sucesivamente.
Desde luego que los educadores deben darse cuenta de estos problemas y tratar
de ayudar al niño a descubrir la verdad acerca de ellos, sin imponerle sus
propias idiosincrasias y hábitos de pensamiento.
Seguir un sistema por el mero hecho de seguirlo, ya sea político o
educativo, no resolverá nunca nuestros muchos problemas sociales; y es de mayor
importancia entender la manera de hacer frente a un problema, que entender el
problema en sí.
Si los niños han de estar libres de temor ‑ya sea de sus padres,
de su ambiente o de Dios- el propio educador no debe tener temor. Pero ésa es
la dificultad: encontrar maestros que no sean víctimas de alguna clase de
miedo. El temor restringe el pensamiento y limita la iniciativa; y un maestro
lleno de miedo no puede de ninguna manera enseñar la profunda significación de
estar libre de él. Como la bondad, el temor es contagioso. Si el educador mismo
siente temor oculto, se lo comunicará a sus alumnos, aun cuando la
contaminación no sea visible de inmediato.
Supongamos, por ejemplo, que un maestro le tiene miedo a la
opinión pública; aunque ve lo absurdo de su miedo, no puede trascenderlo. ¿Qué
ha de hacer? Por lo menos puede reconocerlo en su fuero interno, y puede ayudar
a sus alumnos a entender el miedo, explicándoles su estado psicológico y
hablando francamente con ellos sobre el particular. Esta manera franca y
sincera de enfocar el asunto estimulará a los alumnos a ser igualmente francos
y sinceros consigo mismos y con el maestro. Para darle libertad al niño, el
propio maestro debe comprender perfectamente las implicaciones y el pleno
significado de la libertad. El ejemplo y la compulsión en ninguna forma ayudan
a crear la libertad; y es sólo actuando en completa libertad que se puede
llegar al descubrimiento de uno mismo y a la comprensión.
El niño está influido por la gente y las cosas que lo rodean, y el
verdadero educador debe ayudarle a descubrir esas influencias y su verdadero
mérito. Los valores verdaderos no se descubren por la autoridad de la sociedad
ni de la tradición; sólo la reflexión individual puede revelarlos.
Si uno entiende todo esto profundamente, estimulará al alumno
desde el principio a despertar su comprensión de los valores sociales e
individuales del presente. Lo estimulará a que escudriñe no un grupo
determinado de valores, sino el verdadero valor de todas las cosas. Le ayudará
a no tener miedo, que es sentirse libre de todo dominio, ya sea del maestro, de
la familia o de la sociedad, de manera que pueda florecer como individuo en
amor y bondad. Al orientar así al alumno hacia la libertad, el educador está
también cambiando sus propios valores; él también comienza a sentirse libre del
«mí» y de lo «mío», él también florece en amor y bondad. Este proceso de
educación mutua crea una relación completamente diferente entre el maestro y el
alumno.
El dominio o la compulsión, de cualquier clase que sea, es un
obstáculo directo para la libertad y la inteligencia. El verdadero educador río
tiene autoridad ni poder en la sociedad; está más allá de los edictos y las
sanciones de la sociedad. Si hemos de ayudar al alumno a liberarse de los
obstáculos que él mismo y su ambiente le han creado, entonces cualquier forma
de dominio o compulsión debe comprenderse y rechazarse; y esto no puede hacerse
si el educador no está también liberándose de toda autoridad perjudicial.
Seguir a otro, no importa lo grande que sea, impide el descubrimiento
de los procedimientos del yo; correr tras las promesas de una utopía hecha a la
medida, hace que la mente no comprenda en absoluto la acción envolvente de su
propio deseo de seguridad, de autoridad, de la ayuda de alguna otra persona. El
sacerdote, el político, el abogado, el militar, están todos allí para
«ayudarnos»; pero tal ayuda destruye la inteligencia y la libertad. La ayuda
que necesitamos no está fuera de nosotros. No tenemos que pedir ayuda; viene
sin que la busquemos cuando somos humildes en nuestro trabajo consagrado,
cuando estamos receptivos a la comprensión de nuestras aflicciones y reveses
cotidianos.
Debemos evitar el anhelo consciente o inconsciente de apoyo y
estímulo, porque tal deseo crea su propia reacción, que es siempre halagadora.
Es confortante tener a alguien que nos estimule, que nos guíe, para calmarnos;
pero este hábito de recurrir a otro para que nos sirva de guía, de autoridad,
pronto se convierte en veneno en nuestra propia naturaleza. En el momento en
que dependemos de otro para nuestra orientación, olvidamos nuestra intención
original, que era despertar la libertad individual y la inteligencia.
Toda autoridad es un inconveniente, y es esencial que el maestro
no se convierta en autoridad para sus alumnos. El establecer la autoridad es un
proceso consciente e inconsciente al mismo tiempo.
El alumno está inseguro, tentando su camino, pero el maestro está
seguro de su conocimiento y tiene la fortaleza de su experiencia. La seguridad
y la fortaleza del maestro le dan seguridad al alumno, cuya tendencia es
reposar cómodamente al calor de esa lumbre; pero esa seguridad no es real ni
duradera. Un maestro que consciente o inconscientemente estimula la dependencia
no puede ser jamás de gran ayuda para sus alumnos. Puede apabullarlos con sus
conocimientos, deslumbrarlos con su personalidad, pero no es la verdadera clase
de educación porque su conocimiento y experiencia son su pasión, su seguridad,
su prisión; y mientras no se liberte de estas trabas, no podrá ayudar a sus
alumnos a convertirse en seres humanos integrados.
Para ser un verdadero educador, un maestro debe estar
constantemente independizándose de los libros y los laboratorios: debe estar
siempre alerta para que sus alumnos no lo tomen como ejemplo, como ideal, como
autoridad. Cuando el maestro desea plasmarse en sus alumnos, cuando el éxito de
ellos es el éxito de él, entonces su enseñanza es una forma de continuación de
sí mismo, lo cual es pernicioso para el autoconocimiento y la libertad. El
verdadero educador debe tener en cuenta todos estos inconvenientes a fin de
poder ayudar a sus alumnos a liberarse, no sólo de su autoridad, sino también
de los anhelos de ellos mismos.
Desgraciadamente, cuando llega el momento de comprender un
problema, la mayor parte de los maestros no tratan al alumno de igual a igual;
desde su posición superior, dan instrucciones al alumno que está muy por debajo
de ellos. Tal manera de relacionarse con el discípulo, fortalece el temor en el
maestro y en el alumno. ¿Qué es lo que crea esta desigual relación? ¿Es que el
maestro tiene miedo de que descubran sus fallas? ¿Mantiene él una distancia
decorosa para proteger su susceptibilidad y su importancia? Tal actitud de
superioridad y reserva no ayuda en manera alguna a derribar las barreras que separan
a los individuos. Después de todo, el educador y su alumno se ayudan mutuamente
para educarse a sí mismos.
Toda relación debe ser mutua educación; y como el aislamiento
protector que proporcionan el conocimiento, el éxito, la ambición, sólo crean
envidia y antagonismo, el verdadero educador debe trascender estas murallas de
que él mismo se circunda.
Puesto que el verdadero educador está dedicado completamente a
conseguir la libertad y la integración del individuo, es por tal razón profunda
y sinceramente religioso. No pertenece a ninguna secta, ni a ninguna religión
organizada; está libre de creencias y de ritos, porque sabe que son únicamente
ilusiones, fantasías, supersticiones proyectadas por los deseos de quienes las
crean. Sabe que la realidad o Dios se manifiesta sólo cuando hay conocimiento
propio y por lo tanto libertad.
Las personas que no tienen títulos académicos con frecuencia
resultan ser los mejores maestros, porque están dispuestos a experimentar; no
siendo especialistas, su interés es aprender, comprender la vida. Para el
verdadero maestro, la enseñanza no es una técnica, es su forma de vida; como un
gran artista, primero se moriría de hambre antes que abandonar su trabajo
creador. A menos que uno tenga este ardiente deseo de enseñar, no debe ser
maestro. Es de suprema importancia descubrir por sí mismo si se tiene este don,
y no meramente flotar a la deriva en esta profesión porque es un medio de
ganarse la vida.
Mientras la enseñanza sea una simple profesión un medio de vida, y
no una vocación consagrada tendrá que haber un abismo entre el mundo y
nosotros; nuestra vida hogareña y nuestra labor permanecerán distintas y
separadas. Mientras la educación sea un empleo como otro cualquiera, son
inevitables el conflicto y la enemistad entre los individuos y entre las varias
clases sociales; habrá más competencia, despiadada ambición personal, y
divisiones raciales y nacionales que crean antagonismos y guerras
interminables.
Pero si nosotros nos dedicamos a ser verdaderos educadores, no
creamos barreras entre la vida del hogar y la de la escuela, porque en todas
partes nos preocupan la libertad y la inteligencia. Consideramos igualmente a
los hijos de los ricos y a los de los pobres; respetamos a cada niño como un
individuo con su temperamento particular, su herencia, sus ambiciones, etc. Nos
sentimos interesados, no en una clase determinada, no en los poderosos o en los
débiles, sino en la libertad y la integración del individuo.
La dedicación a la verdadera educación debe ser completamente
voluntaria. No debe ser resultado de ninguna clase de persuasión ni de
esperanza de recompensa personal; y debe estar libre de los temores que nacen
del anhelo de tener éxito y logros en la vida. Nuestra identificación con el
éxito o fracaso de una escuela está todavía dentro del campo de los motivos
personales. Si enseñar es nuestra vocación, si creemos que la verdadera
educación es una necesidad vital del individuo, entonces no permitiremos que
nuestras ambiciones o las de otros nos obstaculicen o nos desvíen;
encontraremos tiempo y oportunidad para este trabajo y nos dedicaremos a él sin
esperar recompensa, honores o fama. Todas las otras cosas de la vida, ‑la
familia, la seguridad personal y la comodidad- serán de importancia secundaria.
Si pensamos con seriedad en ser verdaderos maestros, nos
sentiremos totalmente insatisfechos no con un sistema educativo determinado,
sino con todos los sistemas, porque sabemos que ningún método educativo puede
libertar al individuo. Un método o un sistema puede condicionarlo a una serie
diferente de valores, pero no podrá hacerlo libre.
Tenemos que estar muy alerta para evitar caer en nuestro propio
sistema particular, que la mente está siempre edificando. Tener una norma de
conducta, de acción, es un procedimiento conveniente y seguro y es por eso que
la mente se refugia en sus formulismos. El estar constantemente en actitud
alerta nos exige y nos incomoda, más el desarrollar y seguir un método o
sistema no demanda reflexión.
La repetición y el hábito estimulan la mente a la pereza; se
necesita un choque emocional para despertarla, que es lo que entonces llamamos
problema. Tratamos de resolver este problema de acuerdo con nuestras gastadas
explicaciones, justificaciones y reprobaciones, todo lo cual hace que la mente
se eche a dormir otra vez. La mente se deja atrapar constantemente en este
estado de pereza, y el verdadero educador no sólo le pone fin a esto en su
fuero íntimo, sino que ayuda a sus alumnos para que se den cuenta de ello.
Algunos pueden preguntar: ¿Cómo se convierte uno en verdadero
educador? Con toda seguridad, el preguntar «cómo» indica no una mente libre,
sino timorata que busca una ventaja, un resultado. La esperanza y el esfuerzo
de ser algo en la vida hacen que la mente se ajuste al fin deseado; mientras que
una mente libre está siempre ojo avizor, aprendiendo, y por lo tanto, se abre
paso por entre los obstáculos proyectados por sí misma.
La libertad está al principio; no es algo que ha de alcanzarse al
final. Desde el momento que uno pregunta «cómo», se tropieza con dificultades
insuperables y el maestro que está ansioso de dedicar su vida a la educación,
nunca hará esta pregunta, porque sabe que no hay método por el cual puede uno
convertirse en verdadero educador. Cuando uno está realmente interesado no pide
un método que le asegure el resultado deseado.
¿Puede algún método hacernos inteligentes? Podemos pasar por toda
la complejidad de un sistema, ganar títulos y así sucesivamente; pero ¿seremos
entonces educadores, o meramente la personificación de un sistema? Buscar
recompensas, querer que se nos llame educadores prominentes, es tener ansias de
reconocimiento y de elogio; y aunque en ocasiones es agradable ser apreciado y
estimulado, si uno depende de ello para mantener su interés, estos estímulos se
convierten en un soporífero del que pronto nos hastiamos. Esperar
reconocimiento y estímulo revela inmadurez.
Si se ha de crear algo nuevo, debe haber comprensión y energía, no
quisquillas y disputas. Si uno se siente frustrado en su trabajo, seguramente
se cansará y se aburrirá. Si uno no siente interés, evidentemente no debe
continuar enseñando.
¿Por qué hay con frecuencia falta de interés vital entre los
maestros? ¿Qué es lo que los hace sentirse frustrados? La frustración no es
resultado de verse obligado por las circunstancias a hacer esto o aquello;
surge cuando no sabemos por nosotros mismos qué es lo que realmente deseamos
hacer. Estando confundidos, se nos empuja de un lado para otro y caemos
finalmente en algo que no nos ofrece atractivo.
Si enseñar es nuestra verdadera vocación, tal vez nos sintamos
temporalmente frustrados porque no hemos visto un medio de salir de la actual
confusión educativa; pero tan pronto como vemos y entendemos las implicaciones
de la verdadera clase de educación, tendremos de nuevo el empuje y el
entusiasmo necesarios. No es un asunto de voluntad o resolución, sino de
percepción y de entendimiento.
Si enseñar es nuestra vocación y si percibimos la gran importancia
de la verdadera educación, no podemos evitar ser verdaderos educadores.
Entonces, no hay necesidad de seguir ningún método. El acto en sí de comprender
que la verdadera educación es indispensable, si hemos de lograr la libertad y
la integración del individuo, ocasiona un cambio fundamental en nosotros
mismos. Si comprendemos que sólo puede haber paz y felicidad para el hombre
mediante la verdadera educación, naturalmente que entonces le dedicaremos toda
nuestra vida y todo nuestro interés.
Uno enseña porque quiere que el niño sea rico interiormente, para
que sepa dar a las posesiones materiales su verdadero valor. Sin la riqueza
interna, las cosas del mundo adquieren una importancia extravagante, que
conduce a varias formas de destrucción y miseria. Uno enseña para estimular al
alumno a encontrar su verdadera vocación, y a evitar las ocupaciones que
provocan el antagonismo entre los hombres. Uno enseña para ayudar a los jóvenes
a que se conozcan a sí mismos, sin lo cual no puede haber paz ni felicidad
duraderas. Nuestra enseñanza no es nuestra propia realización, sino nuestra
propia abnegación.
Sin la verdadera clase de enseñanza, se confunde la ilusión con la
realidad y entonces el individuo está siempre en conflicto Consigo mismo, y
como consecuencia, hay conflicto en sus relaciones con los demás, o sea con la
sociedad. Uno enseña porque ve que sólo el autoconocimiento, y no los dogmas y
ritos de las religiones organizadas, puede traer la tranquilidad de la mente; y
que la creación, la verdad, Dios, se manifiestan sólo cuando trascendemos el
«mi» y lo «mío».
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