sábado, 6 de octubre de 2012
La verdadera clase de educación
El hombre ignorante no es el iletrado, sino el que no se conoce a
sí mismo; y el hombre instruido es ignorante cuando pone toda su confianza en
los libros, en el conocimiento y en la autoridad externa para derivar de ellos
la comprensión. La comprensión sólo viene mediante el propio conocimiento, que
es el darnos cuenta de nuestro proceso psicológico total.
La educación, pues,
en su verdadero sentido, es la comprensión de uno mismo, porque dentro de cada
uno de nosotros es donde se concentra la totalidad de la existencia.
Lo que ahora llamamos educación es la acumulación de datos y
conocimientos por medio de los libros, cosa factible a cualquiera que puede
leer. Una educación así, ofrece una forma sutil de evadirnos de nosotros mismos
y, como toda huida, inevitablemente aumenta nuestra desdicha. El conflicto y la
confusión resultan de nuestra relación errónea con todo lo que nos rodea ‑gente,
cosas, ideas-, y hasta que no entendamos bien esa relación y la alteremos, la
mera instrucción, la adquisición de datos y habilidades, nos conducirán
inevitablemente al caos envolvente y a la destrucción.
Según está ahora organizada la sociedad, enviamos a nuestros hijos
a la escuela para aprender alguna técnica con la cual puedan finalmente ganarse
la vida. Queremos hacer de nuestros hijos, ante todo, especialistas, esperando
así darles estabilidad económica segura. Pero ¿acaso puede la técnica capacitarnos
para conocernos a nosotros mismos?
Si bien es a todas luces necesario saber leer y escribir y
aprender ingeniería o cualquiera otra profesión, ¿nos dará la técnica capacidad
para comprender la vida? indudablemente, la técnica es secundaria, y si la técnica
es lo único que buscamos, evidentemente estamos negando la parte más importante
de la vida.
La vida es dolor, gozo, belleza, fealdad, amor; y cuando la
comprendemos en su totalidad, en todos sus rivales, esa comprensión crea su
propia técnica. Pero lo contrario es falso; la técnica jamás puede producir la
comprensión creadora.
La educación actual es un completo fracaso porque le da demasiada
importancia a la técnica. Al subrayar la técnica, destruimos al hombre.
Cultivar la capacidad y 1a eficiencia sin la comprensión de la vida, sin tener
una percepción completa de cómo funcionan el pensamiento y el deseo, sólo
logrará aumentar nuestra crueldad, que es lo que engendra las guerras y pone en
peligro nuestra seguridad física. El desarrollo exclusivo de la técnica ha
producido científicos, matemáticos, constructores de puentes, conquistadores
del espacio; pero ¿comprenden ellos acaso el proceso total de la vida? ¿Puede
algún especialista sentir la vida como un todo? Sí, sólo cuando deje de ser
especialista.
El progreso tecnológico resuelve ciertas clases de problemas en un
nivel determinado, pero también introduce problemas más amplios y profundos.
Vivir en un solo nivel, sin tener en cuenta el proceso total de la vida, es
atraer la miseria y la destrucción. La mayor necesidad, el problema más urgente
de cada individuo, es tener una comprensión integral de la vida, que lo ponga
en condiciones de resolver satisfactoriamente sus crecientes complejidades.
El conocimiento técnico, aunque necesario, no resolverá en modo
alguno nuestras tensiones y conflictos psicológicos internos: y es por haber
adquirido conocimientos técnicos sin comprender el proceso total de la vida,
que la tecnología se ha convertido en un instrumento para nuestra propia
destrucción. El hombre que sabe desintegrar el átomo, pero no tiene amor en su
corazón, se convierte en un monstruo.
Elegimos una vocación de acuerdo con nuestras capacidades; pero el
hecho de seguir una vocación ¿nos librará de conflictos y confusiones? Al
parecer necesitamos de preparación técnica; pero una vez graduados de
ingenieros, médicos, o contables, entonces ¿qué? ¿Es la práctica de una
profesión la plenitud de la vida? Aparentemente así es para muchos de nosotros.
Nuestras profesiones pueden mantenernos ocupados la mayor parte de nuestra
existencia, pero las mismas cosas que producimos y que nos fascinan, causan
nuestra destrucción y nuestra miseria. Nuestras actitudes y nuestros valores
hacen de las cosas y de las ocupaciones instrumentos de envidia, amargura y
odio.
Sin la comprensión de nosotros mismos, la mera ocupación nos lleva
a la frustración con sus inevitables evasiones a través de toda clase de
actividades perjudiciales. La técnica sin la verdadera comprensión conduce a la
enemistad y a la crueldad, las cuales tratamos de enmascarar con frases
agradables al oído. ¿De qué vale recalcar la técnica y convertirse en seres
eficientes si el resultado es la mutua destrucción? Nuestro progreso técnico es
fantástico, pero sólo ha logrado aumentar nuestro poder para destruirnos los
unos a los otros y hay hambre y miseria en todas las regiones de la Tierra. No
somos felices ni tenemos paz.
Cuando la función de ejercer una profesión es de máxima
importancia, la vida se hace aburrida y oscura, convirtiéndose en una rutina mecánica,
de la cual huimos por medio de toda clase de distracciones. La acumulación de
hechos y el desarrollo de la capacidad intelectual, a lo cual llamarnos
educación, nos ha privado de la plenitud de la vida y de la acción integradas.
Es porque no entendemos el proceso total de la vida que nos aferramos tanto a
la capacidad y la eficiencia, que de esta manera asumen avasalladora
importancia. Pero el todo no puede comprenderse si sólo estudiamos una parte.
El todo sólo puede comprenderse mediante la acción y la vivencia.
Otro factor que nos induce a cultivar la técnica es que ella nos
da un sentido de seguridad, no sólo económica, sino también psicológica. Es
tranquilizador saber que somos capaces y eficientes. Saber que podemos tocar el
piano o construir una casa nos da una sensación de vitalidad, de agresiva
independencia; pero destacar la capacidad por el deseo de seguridad psicológica
es negar la plenitud de la vida. Jamás puede preverse el contenido de la vida;
debe vivirse renovadamente a cada instante; pero le tememos a lo desconocido y
por esto establecemos para nuestro beneficio zonas de seguridad psicológica en
forma de sistemas, técnicas y creencias. Mientras busquemos la seguridad
interna, el proceso total de la vida no puede comprenderse.
La verdadera educación, al mismo tiempo que estimula el
aprendizaje de una técnica, debe realizar algo de mayor importancia; debe
ayudar al hombre a experimentar, a sentir el proceso integral de la vida.
Es esta vivencia la que colocará la capacidad y la técnica en su
verdadero lugar. Si alguien tiene algo que decir, el acto de decirlo crea su
propio estilo, pero aprender un estilo sin la vivencia interna sólo puede
conducir al individuo a la superficialidad. En todas partes del mundo los
ingenieros diseñan febrilmente nuevas máquinas que no necesitan ser manipuladas
por el hombre. En una vida gobernada casi completamente por la máquina, ¿en qué
se ha de convertir el ser humano? Tendremos cada vez más tiempo ocioso sin
saber emplearlo con cordura, y procuraremos escapar de la ociosidad adquiriendo
más conocimientos, buscando diversiones enervantes o a través de ideales.
Creo que se han escrito muchos volúmenes sobre los ideales
educativos; sin embargo, estamos en mayor confusión que nunca. No existe método
alguno por medio del cual se pueda educar a un niño para que sea libre e
integro. Mientras nos preocupamos por los principios, los ideales y los
métodos, no ayudamos al individuo a libertarse de sus actividades egocéntricas
con todos sus temores y conflictos.
Los ideales y los planes para una perfecta utopía, jamás nos
traerán el cambio radical del corazón que es esencial si hemos de poner fin a
la guerra y a la destrucción universal. Los ideales no pueden cambiar nuestros
valores actuales: sólo pueden cambiarse mediante una educación genuina, que ha
de fomentar la comprensión de lo que «es».
Cuando trabajamos unidos por la realización de un ideal, para el
futuro, formamos a los individuos de acuerdo con nuestro concepto de ese
futuro; no nos preocupamos en absoluto por los seres humanos, sino por la idea
que tenemos de lo que los individuos deben ser. Lo que debe ser resulta mucho más importante para nosotros que lo que es o sea,
el individuo con sus complejidades. Si comenzamos por comprender al individuo
directamente, en vez de verlo a través de nuestra visión de lo que debe ser,
entonces sí nos interesamos en ver lo que es.
Entonces ya no deseamos transformar al individuo en otra cosa, sino ayudarlo a
comprenderse a sí mismo; y en esto no hay provecho ni objetivo personal. Si nos
mantenemos totalmente atentos a lo que es,
lo comprenderemos y nos veremos libres de ello; pero para estar atentos a lo
que somos, tenemos que dejar de luchar por algo que no somos.
Los ideales no tienen lugar en la educación porque impiden la
comprensión del presente. No hay dada de que podemos prestar atención a lo que
es, sólo cuando dejamos de huir hacia el futuro. Mirar al futuro, luchar por un
ideal, indica pereza mental y deseo de evitar el presente.
¿No es la búsqueda de una utopía teórica, concebida previamente,
la negación de la libertad e integridad del individuo? Cuando uno sigue un
ideal, una norma, cuando uno tiene ya una formula de lo que debe ser, ¿no está
viviendo una vida muy superficial y automática? Lo que necesitamos no son
idealistas ni individuos con mentes mecanizadas, sino seres humanos integrales
que sean inteligentes y libres. Forjarse el modelo de lo que debe ser una
sociedad perfecta es motivo de luchas y derramamientos de sangre por lo que
debe ser, mientras ignoramos lo que «es».
Si los seres humanos fuesen entes mecánicos o máquinas
automáticas, se podría predecir su futuro y se podría además trazar planes para
una utopía perfecta. Entonces podríamos hacer meticulosamente el plan de una
sociedad futura, y trabajar para lograr su realización. Pero los seres humanos
no son máquinas destinadas a trabajar según un modelo determinado.
Entre el tiempo presente y el futuro existe un inmenso intervalo,
en el cual actúan sobre cada uno de nosotros innumerables influencias; y si
sacrificamos el presente por el futuro, seguimos trayectorias erróneas hacia un
probable fin correcto. Pero los medios determinan el fin; y además, ¿quiénes
somos nosotros para decidir lo que el hombre debe ser? ¿Con qué derecho
pretendemos moldearle de acuerdo con un determinado patrón derivado de algún
libro, o forjado por nuestras propias ambiciones, esperanzas y temores?
La verdadera educación no tiene nada que ver con ninguna
ideología, por mucho que ésta prometa una utopía futura; ni está fundada en
ningún sistema, por bien pensado que sea; ni tampoco constituye un medio de
condicionar al individuo de una manera especial. La educación, en el verdadero
sentido, capacita al individuo para ser maduro y libre para florecer
abundantemente en amor y bondad. En esto, en verdad, debiéramos estar
interesados, y no en moldear al niño de acuerdo con una norma idealista.
Cualquier método que clasifique a los niños de acuerdo con su
temperamento y aptitud, no hace más que acentuar sus diferencias; crea antagonismos,
estimula las divisiones sociales y no ayuda a desarrollar seres humanos
íntegros. Es evidente, pues, que ningún método ni ningún sistema puede asegurar
una verdadera educación y la estricta adhesión a un método particular demuestra
indolencia por parte del educador. Mientras la educación se base en principios
preparados de antemano, podrá tal vez producir hombres y mujeres eficientes,
pero no seres humanos creadores.
Sólo el amor puede crear la comprensión de los demás. Donde hay
amor hay comunión instantánea con los otros, en el mismo nivel y al mismo
tiempo. Por ser nosotros mismos tan secos, tan vacíos, tan faltos de amor,
hemos permitido que los gobiernos y los sistemas se encarguen de la educación
de nuestros hijos y de la dirección de nuestras vidas; mas los gobiernos
quieren técnicos eficientes, y no seres humanos, porque los seres humanos son
peligrosos para los gobiernos, así como también para las religiones
organizadas. Por esto los gobiernos y las organizaciones religiosas buscan el
dominio sobre la educación.
La vida no puede adecuarse a un sistema, no puede estar sujeta a
una norma; por noble que ésta se conciba; y una mente que se ha formado sólo de
hechos y conocimientos es incapaz de enfrentarse a la vida en toda su
diversidad, su sutileza, su profundidad y sus grandes alturas. Cuando educamos
a nuestros hijos de acuerdo con un sistema de pensamiento o una disciplina
particular, cuando les enseñamos a pensar dentro de determinados surcos y
divisiones, les impedimos que lleguen a ser hombres y mujeres íntegros, y por
consecuencia resultan incapaces de pensar inteligentemente, o sea, de hacerle
frente a la vida en su totalidad.
La suprema función de la educación es producir un individuo
íntegro que sea capaz de habérselas con la vida como un todo. Tanto el
idealista como el especialista, no se preocupan por el todo, sino por una
parte. No puede haber integración mientras uno persigue un modelo ideal de
acción; y la mayoría de los maestros idealistas han desechado el amor, porque
tienen la mente seca y el corazón duro. Para estudiar a un niño, uno tiene que
estar alerta, vigilante, sensible, receptivo; y esto requiere mucha mayor
inteligencia y afecto que para animarlo a seguir un ideal.
Otra función de la educación es crear nuevos valores. Implantar
únicamente en la mente del niño valores ya existentes para moldearlo conforme a
ciertos ideales, es condicionarlo sin despertar su inteligencia. La educación
está íntimamente relacionada con la presente crisis del mundo, y el educador
que ve las causas de este caos universal, debería preguntarse cómo ha de
despertar la inteligencia en el estudiante, para así ayudar a la futura
generación a no traer ulteriores conflictos y desastres. El educador debe poner
todo su pensamiento, todo su cuidado y afecto en la creación de un verdadero
ambiente y en el desarrollo de la comprensión, de tal modo que cuando el niño
haya crecido y madurado sea capaz de enfrentarse inteligentemente con los
problemas humanos que se le presenten. Pero para poder hacer esto, el educador
debe comprenderse a sí mismo, en vez de confiar en ideologías, sistemas y
creencias.
No pensemos en términos de principios e ideas; por el contrario,
prestemos atención a las cosas tal como son; porque es la consideración de lo
que es lo que despierta la inteligencia, y la inteligencia del educador es
mucho más importante que su conocimiento de un nuevo método de educación.
Cuando seguimos un método, aunque éste haya sido elaborado por una persona
reflexiva e inteligente, el método se convierte en algo muy importante; y los
niños sólo resultan importantes en la medida en que encajen dentro del método.
Medimos y clasificamos al niño, y después procedernos a educarlo con arreglo a
algún plan. Este procedimiento puede ser conveniente para el maestro, pero ni
la práctica de un sistema, ni la tiranía de la opinión y del proceso del
aprendizaje, pueden producir un ser humano íntegro.
La verdadera educación consiste en comprender al niño tal como es,
sin imponerle un ideal de lo que opinamos que debiera ser. Encuadrarle en el
marco de un ideal es incitarlo a ajustarse a ese ideal, lo que engendra en él
temores y le produce un conflicto constante entre lo que es y lo que debiera
ser; y todos los conflictos internos tienen sus manifestaciones externas en la
sociedad. Los ideales son un obstáculo real para nuestra comprensión del niño y
para que el niño se comprenda a sí mismo.
Un padre de familia que quiere realmente comprender a su hijo no
lo mira a través del velo de un ideal. Si ama a su hijo, lo observa directamente,
estudia sus tendencias, sus caprichos, sus peculiaridades. Es sólo cuando no
sentimos amor por el niño que le imponemos un ideal, porque entonces son
nuestras ambiciones las que tratan de realizarse en él, queriendo que llegue a
ser esto o aquello. Si amamos al niño, más bien que al ideal, entonces hay una
posibilidad de ayudarle a que se comprenda a sí mismo tal como es.
Si un niño miente, por ejemplo, ¿de qué sirve ponerle delante el
ideal de la verdad? Primero hay que averiguar por qué miente. Para ayudarlo
necesitamos tiempo para estudiarlo y observarlo, lo cual requiere paciencia,
amor y cuidado; por otra parte, cuando no sentimos amor ni tenemos comprensión,
obligamos al niño a seguir un molde que llamamos un ideal.
Los ideales son un escape conveniente y el maestro que los sigue
es incapaz de comprender a sus alumnos y de trabajar con ellos
inteligentemente. Para ese maestro el ideal futuro, lo que el niño debe ser, es
mucho más importante que lo que el niño es en el presente. La persecución de un
ideal excluye el amor, y sin amor no se puede resolver ningún problema humano.
Si el maestro es un verdadero maestro, no dependerá de un método,
sino que estudiará a cada alumno individualmente. En nuestras relaciones con
los niños y los jóvenes, debemos pensar que no estamos bregando con artefactos
mecánicos que se pueden reparar con facilidad, sino con seres vivientes, que
son impresionables, volubles, miedosos, sensibles, afectuosos; y que para
convivir con ellos tenemos que estar dotados de gran comprensión, tenemos que
poseer la fuerza de la paciencia y del amor. Si nos faltan estas cualidades
buscamos remedios fáciles y rápidos con la esperanza de obtener resultados
maravillosos y automáticos. Si no estamos alerta, si nuestras actitudes y acciones
son mecánicas, nos asustaremos ante cualquier exigencia perturbadora que no
podamos vencer por reacciones automáticas; y ésta es una de nuestras mayores
dificultades en la educación.
El niño es el resultado del pasado y del presente y está
condicionado por estas circunstancias. Si le transmitimos nuestro pasado,
perpetuaremos su condicionamiento y el nuestro. Hay una transformación radical
sólo cuando comprendemos nuestro condicionamiento y nos libertamos de él.
Discutir lo que debe ser la verdadera educación, mientras nosotros mismos
estamos condicionados, es completamente fútil.
Mientras los niños son tiernos, debemos, por supuesto, protegerlos
de todo daño físico, e impedir que se sientan físicamente inseguros. Pero
desgraciadamente no nos detenemos ahí; queremos dar forma a su manera de pensar
y sentir; queremos amoldarlos a nuestros anhelos e intenciones. Procuramos
plasmarnos en nuestros hijos para perpetuar en ellos nuestro ser. Construimos
muros a su alrededor, los condicionamos con nuestras creencias e ideologías,
con nuestros temores y esperanzas y entonces nos lamentamos y oramos cuando los
matan o los mutilan en las guerras, o cuando sufren de alguna otra manera con
las experiencias de la vida.
Tales experiencias no proporcionan libertad; por el contrario,
fortifican la voluntad del «yo». El «yo» está compuesto de una serie de
reacciones defensivas y expansivas, y su realización se manifiesta siempre en
sus propias proyecciones y en las identificaciones que lo satisfacen. Mientras
traduzcamos la vivencia en términos del «yo», del «mí», y de «lo mío», mientras
el «yo», el «ego», se mantenga por medio de sus reacciones, la experiencia no
podrá liberarse del conflicto de la confusión y del dolor. La libertad sólo
existe cuando comprendemos las actuaciones del «yo», de aquel que vive la
experiencia. Sólo cuando el «yo» con sus acumuladas reacciones, no es el
experimentador, esa vivencia adquiere una significación completamente diferente
y se convierte en creación.
Si ayudáramos al niño a liberarse de las actuaciones del ego, que causan tanto sufrimiento, entonces cada
uno de nosotros se dispondría a alterar profundamente su actitud y su relación
con el niño. Los padres y los educadores, mediante su propio pensamiento y
conducta, pueden ayudar al niño a liberarse y a florecer en amor y bondad.
La educación actual no estimula en modo alguno la comprensión de
las tendencias heredadas y de las influencias ambientales, que condicionan la
mente y el corazón y mantienen el temor; y por lo tanto no nos ayuda a romper
con los condicionamientos y a crear seres humanos íntegros. Cualquier forma de
educación que se ocupe sólo de una parte y no de la totalidad del hombre,
inevitablemente ha de aumentar los conflictos y los sufrimientos.
Es sólo en la libertad individual que el amor y la bondad pueden
florecer; y sólo una conveniente educación puede ofrecer esa libertad. Ni la
conformidad con la sociedad del presente, ni la promesa de una utopía futura,
podrán dar jamás al individuo la intuición, sin la cual está creando problemas
constantemente.
El verdadero educador, viendo la naturaleza interna de la
libertad, ayuda a cada alumno individualmente a observar y a comprender los
valores e imposiciones que son proyección de sí mismo; lo ayuda a estar alerta
a las influencias condicionadas que lo rodean, y a sus propios deseos, factores
ambos que limitan su mente y engendran temor; lo ayuda según va haciéndose
hombre, a observarse y comprenderse en relación con todas las cosas, porque es
el ansia de la realización del yo lo que trae conflictos y tristezas
interminables.
Indudablemente que es posible ayudar al individuo a percibir los
valores perdurables de la vida, sin condicionamiento. Algunos dirán que este
desarrollo total del individuo ha de conducir al caos; pero ¿será así? Ya
existe la confusión en el mundo, y esta confusión ha surgido por no haber
educado al individuo a comprenderse a sí mismo. Al mismo tiempo que se le ha
dado un poco de libertad superficial, también se le ha enseñado a amoldarse, a
aceptar los valores existentes.
Contra esta regimentación muchos se rebelan; pero desgraciadamente
su rebelión es una simple reacción egoísta, que oscurece aún más nuestra
existencia. El verdadero educador, alerta a la tendencia de la mente hacia la
reacción, ayuda al alumno a alterar los valores del presente, no como reacción
contra ellos, sino a través de su comprensión del proceso total de la vida. La
plena cooperación entre los hombres, no es posible sin la integración que la
verdadera educación puede ayudar a despertar en el individuo.
¿Por qué estamos tan seguros de que ni ésta, ni la próxima
generación, aun mediante la verdadera clase de educación, podrán lograr ninguna
alteración fundamental en las relaciones humanas? Nunca lo hemos intentado, y
como la mayor parte de nosotros aparentemente le tenemos miedo a la verdadera
educación, no nos sentimos inclinados a hacer la prueba. Sin investigar
realmente esta cuestión en su totalidad, afirmamos que la naturaleza humana no
puede cambiarse, aceptamos las cosas como están y estimulamos al niño a que se
ajuste a la sociedad actual; lo condicionamos a nuestros modos actuales de vida
y esperamos que suceda lo mejor. ¿Pero puede considerarse educación esa
conformidad con los valores del presente, que nos conducen a la guerra y al hambre?
No nos engañemos creyendo que este condicionamiento ha de lograr
la inteligencia y la felicidad. Si permanecemos temerosos, faltos de afecto,
apáticos sin esperanza, ello significa que realmente no sentimos interés en
estimular al individuo a florecer abundantemente en amor y bondad, y por el
contrario, preferimos que siga cargando con las miserias, con las cuales nos
hemos agobiado y de las cuales él también forma parte.
Condicionar al alumno para que acepte el ambiente actual es
evidentemente una estupidez. A menos que voluntariamente efectuemos un cambio
radical en la educación, somos directamente responsables de la perpetuación del
caos y de la miseria; y cuando finalmente sobrevenga alguna revolución
monstruosa y brutal, esto sólo ofrecerá a otro grupo de personas la oportunidad
de cometer crueldades y explotaciones. Cada grupo que sube al poder de arrolla
sus propios métodos de opresión; ya sea la persuasión psicológica o la fuerza
bruta.
Por razones políticas e industriales, la disciplina se ha
convertido en un factor importante en la presente estructura social, y es por
nuestro deseo de tener seguridad psicológica que aceptamos y practicamos varias
formas de disciplina. La disciplina garantiza un resultado, y para nosotros el
fin es más importante que los medios, mas esos medios determinan el fin.
Uno de los peligros de la disciplina es que el sistema adquiere
más importancia que los seres humanos que están dentro del sistema. La
disciplina se convierte entonces en un sustituto del amor; y es a causa de la
vaciedad de nuestros corazones que nos adherimos a la disciplina. La libertad
no puede surgir jamás a través de la disciplina ni de la resistencia; la
libertad no es una meta ni un fin que ha de lograrse. La libertad se encuentra
en el principio, no en el fin; ni tampoco ha de encontrarse en un ideal remoto.
La libertad no significa la oportunidad de lograr la satisfacción
propia o el ignorar la consideración a los demás. El maestro que es sincero
protegerá a los discípulos y les ayudará por todos los medios posibles a crecer
hacia la verdadera clase de libertad; pero le será imposible hacer esto si él
mismo está aferrado a una ideología, si es en alguna forma dogmático o egoísta.
La sensibilidad no puede jamás despertarse por la fuerza. Podemos obligar
a un niño a estarse quieto exteriormente, pero no nos enfrentamos cara a cara
con aquello que lo hace ser obstinado, cínico, etcétera. La fuerza provoca el
antagonismo y el temor. El premio o el castigo en cualquier forma sólo embotan
la mente y la someten; y si esto es lo que deseamos, entonces la educación por
la fuerza es un medio excelente de proceder.
Pero tal educación no puede ayudarnos a comprender al nido, ni
puede crear un adecuado ambiente social en el que dejen de existir el
separatismo y el odio. En el amor al niño se encuentra implícita la verdadera
educación. Pero la mayor parte de nosotros no amamos a nuestros hijos; sentimos
ambición por nosotros mismos. Desgraciadamente estamos tan atareados con las
ocupaciones de la mente, que tenemos poco tiempo para sentir los impulsos del
corazón. Después de todo, la disciplina implica resistencia; y ¿se conseguirá
alguna vez el amor mediante la resistencia? La disciplina sólo puede edificar
muros a nuestro alrededor; es siempre exclusiva, y siempre provocadora de
conflictos. La disciplina no conduce a la comprensión, porque a la comprensión
se llega mediante la observación mediante el estudio, sin prejuicios de ninguna
especie.
La disciplina es una manera muy fácil de dominar a un niño, pero
no le ayuda a comprender los problemas que envuelve la vida. Alguna forma de
compulsión, como la disciplina de premios y castigos, puede ser necesaria para
mantener el orden y la aparente quietud de un gran número de alumnos hacinados
en un salón de clases; pero con un buen educador y un número reducido de
alumnos, ¿sería acaso necesaria alguna presión que eufemísticamente llamáramos
disciplina? Si las clases son pequeñas y el maestro puede dedicar toda su
atención a cada alumno, observándolo y ayudándolo, entonces la compulsión o la
fuerza en cualquier forma es evidentemente innecesaria. Si en un grupo de esta
clase algún alumno persiste en desordenar, o en ser injustificadamente molesto,
el educador debe inquirir o investigar la causa de su conducta incorrecta, que
puede ser una mala dieta, falta de descanso, disgustos familiares o algún temor
oculto.
En la verdadera educación está implícito el cultivo de la libertad
y la inteligencia, lo cual no es posible cuando hay alguna forma de compulsión,
con sus temores consiguientes. Al fin y al cabo la misión del maestro es ayudar
al alumno a entender las complejidades de la totalidad de su ser. Exigirle que
reprima una parte de su naturaleza en beneficio de otra parte, es crear en él
conflictos interminables que dan por resultado antagonismos sociales. Es la
inteligencia y no la disciplina la que produce el orden.
La conformidad y la obediencia no caben en la verdadera educación.
La cooperación entre el maestro y el alumno es imposible si no hay afecto y
respeto mutuos. Cuando se les exige a los niños que respeten a los mayores, tal
acción generalmente se convierte en hábito, en mera actuación externa y el
temor asume la apariencia de veneración. Sin respeto y consideración no es
posible que haya relación vital, especialmente cuando el maestro es un simple
instrumento de sus conocimientos.
Si el maestro exige respeto de parte de sus alumnos, y él a su vez
los respeta muy poco, evidentemente esto ocasionará indiferencia y falta de
respeto por parte de ellos. Sin respeto a la vida humana, el conocimiento sólo
conduce a la destrucción y la miseria. El cultivo del respeto que se debe a los
demás es parte esencial de la verdadera educación; pero si el educador no posee
esa cualidad, no puede ayudar a sus alumnos a vivir una vida íntegra.
La inteligencia es el discernimiento de lo esencial, y para
discernir lo esencial hay que estar libre de los impedimentos que la mente
proyecta en busca de su propia seguridad y comodidad. El temor es inevitable
mientras la mente busca seguridad; y cuando los seres humanos están
regimentados en alguna forma, se destruyen sutilmente la inteligencia y la
actitud alerta.
El fin de la educación es cultivar las verdaderas relaciones que
deben existir no sólo entre los individuos, sino también entre éstos y la
sociedad; y por ello es esencial que la educación, ayude ante todo, al
individuo a comprender sus propios procesos psicológicos. La inteligencia
consiste en comprenderse a sí mismo y en proyectarse más allá de y sobre sí
mismo; pero no puede haber inteligencia mientras haya temor. El temor pervierte
la inteligencia y es una de las causas de la acción egoísta. La disciplina
puede suprimir el temor, pero no lo destruye; y el conocimiento superficial que
recibimos hoy día en la educación, oculta aún más ese temor
Cuando somos niños, el temor se nos inculca a la mayoría de
nosotros en la escuela y en el hogar. Ni los padres ni los maestros tienen la
paciencia ni el tiempo ni la sabiduría para disipar los temores instintivos
propios de la niñez, los cuales, según vamos creciendo, dominan nuestras
actitudes y nuestros juicios y nos crean muchos problemas. La verdadera
educación debe tener en consideración este problema del temor, porque el temor
deforma nuestra visión total de la vida. No tener miedo es el principio de la
sabiduría, y solo la verdadera educación puede lograr la liberación del temor,
en la cual existe únicamente la profunda inteligencia creadora.
El premio o el castigo por una acción lo único que hace es
fortalecer el egoísmo. Actuar por respeto o consideración a otra persona, en el
nombre de Dios o de la patria, conduce al temor y el temor no puede ser la base
de la acción bueno. Si quisiéramos ayudar al niño a ser considerado para con
los demás, no deberíamos usar el amor como soborno, sino que debiéramos tomar
el tiempo necesario y tener la paciencia de explicar las formas de la
consideración.
No existe el respeto a otra persona cuando por ello hay una
recompensa; porque el soborno o el castigo resultan más significativos que el
sentimiento de respeto. Si no lo tenemos respeto al niño, y sólo le ofrecemos
una recompensa o le amenazamos con un castigo, estimulamos la codicia y el
temor. Puesto que nosotros mismos hemos sido educados para actuar con miras
egoístas, no vemos cómo pueda haber acción libre del deseo de recompensa.
La verdadera educación habrá de estimular el pensar en los demás,
y la actitud de consideración hacia ellos sin atractivo ni amenaza de ninguna
clase. Si no esperamos por más tiempo resultados inmediatos, comenzaremos a ver
la importancia de que el educador y el niño estén libres del temor al castigo,
de la esperanza de la recompensa, así como de cualquier otra forma de
compulsión; pero la compulsión continuará mientras la autoridad forme parte de
las relaciones humanas.
Someterse a la autoridad tiene muchas ventajas si se piensa en
términos de ganancias y motivos personales; pero una educación basada en la
prosperidad y el beneficio personales sólo puede edificar una estructura social
caracterizada por la competencia, el antagonismo y la crueldad. Ésta es la
clase de sociedad en que hemos sido educados, y son evidentes nuestra
animosidad y confusión.
Se nos ha enseñado a doblegarnos ante la autoridad de un maestro,
de un libro, de un partido, porque es provechoso hacerlo así. Los especialistas
en todos los compartimentos de la vida, desde el sacerdote hasta el burócrata,
ejercen su autoridad y nos dominan; pero ningún maestro ni ningún gobierno que
usen la fuerza podrán jamás crear el espíritu de cooperación en la vida de relación,
esencial para el bienestar de la sociedad.
Si hemos de tener verdaderas relaciones humanas los unos con los
otros, no debe haber compulsión, ni siquiera persuasión. ¿Cómo puede haber
afecto y cooperación genuinos entre los que están sometidos a ese poder?
Mediante la consideración desapasionada de esta cuestión de la autoridad y sus
muchas implicaciones, a través de la observancia de que el mismo deseo de poder
es en si destructivo, surge en seguida una comprensión espontánea de todo el
proceso de la autoridad. Desde el momento en que desechamos la autoridad,
estamos en consorcio con los demás, y sólo entonces existe cooperación y
afecto.
El problema vital de la educación es el educador. Aún un pequeño
grupo de alumnos se convierte en instrumento de importancia personal del
educador, si éste utiliza la autoridad como medio para su propia liberación, si
la enseñanza es para él una expansiva realización de sí mismo. Pero la mera
aceptación intelectual o verbal de los efectos nocivos de la autoridad, es
estúpida y vana.
Debemos tener un profundo conocimiento de los ocultos móviles de
la autoridad y del dominio. Si vemos que la inteligencia nunca puede
despertarse por la fuerza, el darnos cuenta de ese hecho disipará nuestros
temores, y entonces comenzaremos a cultivar un nuevo ambiente, que trascenderá
en gran manera el actual orden social y será opuesto a él.
Para comprender el significado de la vida con sus conflictos y
dolores, tenemos que pensar con independencia de toda autoridad, inclusive la
autoridad de la religión organizada; pero si en nuestro deseo de ayudar al
niño, colocamos ante él ejemplos autoritarios, estaremos estimulando el temor,
la imitación y varias formas de superstición.
Los que tienen inclinaciones religiosas tratan de imponer al niño
las creencias, esperanzas y temores que ellos a su vez han adquirido de sus
padres; y los que son antirreligiosos sienten igualmente el mismo deseo de
ejercer su influencia sobre el niño, para que acepte el modo particular de
pensar que ellos tienen. Todos nosotros queremos que nuestros hijos acepten
nuestra forma de culto, o que sigan de corazón nuestra ideología preferida. Es
tan fácil enredarse en imágenes y fórmulas, ya sean inventadas por nosotros
mismos o por otras personas, que se hace necesario estar a la expectativa y en
actitud alerta para evitarlo.
Lo que llamamos religión es simplemente una creencia organizada,
con sus dogmas, ritos, misterios y supersticiones. Cada religión tiene su
propio libro sagrado, su mediador, sus sacerdotes y sus fórmulas para amenazar
y retener a la gente. La mayor parte de nosotros hemos sido condicionados a
todo esto, que se considera educación religiosa; pero este condicionamiento
coloca al hombre frente al hombre, crea antagonismo, no sólo entre los
creyentes, sino también contra los que tienen otras creencias. Aunque todas las
religiones afirman que adoran a Dios y dicen que debemos amarnos los unos a los
otros, inculcan el temor con sus doctrinas de premios y castigos, y con sus
dogmas de competencia perpetúan la suspicacia y el antagonismo.
Los dogmas, los misterios y los ritos no conducen a la vida
espiritual. La educación religiosa, en su verdadero sentido, ha de estimular al
niño a comprender su propia relación con las personas, las cosas y la
naturaleza. No hay existencia sin relación; y sin el conocimiento de sí mismo
toda relación con uno o con muchos, trae conflictos y dolores. Por supuesto que
explicar cabalmente a un niño es imposible; pero si el educador y los padres
captan profundamente el pleno significado de la convivencia, entonces por su
actitud, su conducta y su lenguaje, seguramente podrán transmitir al niño la
significación de la vida espiritual, sin necesidad de usar palabras ni muchas
explicaciones.
Lo que llamamos educación religiosa se opone a la interrogación y
la duda; sin embargo, sólo cuando investigamos el significado de los valores
que la sociedad y la religión han colocado ante nosotros, comenzamos a
averiguar lo que es la verdad. Es función de educador examinar profundamente
sus propios pensamientos y sentimientos, y desechar los valores que le han
proporcionado seguridad y satisfacción, pues sólo entonces puede ayudar a sus
alumnos a estar alerta ante sí mismos y a comprender sus propias urgencias y
sus propios temores.
La mejor época para creer en rectitud y claridad es la niñez; y
aquellos de nosotros que somos mayores podemos, si tenemos comprensión, ayudar
a los jóvenes a liberarse de los obstáculos que la sociedad les ha impuesto,
así como también de los que ellos mismos están imponiéndose. Si la mente y el
corazón del niño no están moldeados por previos conceptos y prejuicios
religiosos, entonces tendrá libertad para descubrir mediante el conocimiento de
sí mismo, lo que está más allá y por encima de su yo.
La verdadera religión no es un conjunto de creencias y ritos,
esperanzas y temores; y si podemos permitir al niño que crezca sin estas
influencias perjudiciales, entonces quizá, según vaya adquiriendo madurez,
comenzará a inquirir la naturaleza de la realidad, de Dios. Por eso, para
educar a un niño es necesario tener profundo conocimiento y comprensión.
La mayor parte de los que tienen inclinaciones religiosas, que
hablan de Dios y de la inmortalidad, fundamentalmente no creen en la libertad
individual ni en la integración. Sin embargo, la verdadera religión es el
cultivo de la libertad en la búsqueda de la verdad. No puede haber componenda
con la libertad. La libertad parcial del individuo no es libertad. Cualquier
condicionamiento, ya sea político o religioso, no es libertad, y por lo tanto
no podrá jamás traer paz.
La religión no es una forma de condicionamiento. Es un estado de
tranquilidad en el cual está la realidad, Dios; pero ese estado creativo puede
llegar a ser sólo con el conocimiento propio y la libertad. La libertad trae la
virtud, y sin virtud no puede haber tranquilidad. La mente tranquila no es una
mente condicionada; no ha sido disciplinada o adiestrada para estar quieta. La
quietud llega solamente cuando la mente comprende sus modos de proceder, que
son los del «yo», del ego.
La religión organizada es el pensamiento congelado del hombre, del
cual edifica templos e iglesias; se ha convertido en solaz para los temerosos,
y en opio para los afligidos. Pero Dios o la verdad, están mucho más allá del
pensamiento y de las demandas emocionales. Los padres de familia y los
maestros, que reconocen los procesos psicológicos que infunden miedo y
tristeza, deben poder ayudar a los jóvenes a observar y entender sus propios
conflictos y aflicciones.
Si nosotros, como mayores, podemos ayudar a los niños, según van
creciendo, a pensar con claridad y desapasionadamente, a amar, no a albergar
animosidades, ¿qué más hay que hacer? Pero si estamos constantemente
agarrotando a los demás, si somos incapaces de lograr la paz y el orden en el
mundo, cambiando profundamente nuestra manera de ser, ¿de qué valen los libros
sagrados y los mitos de las varias religiones?
La verdadera educación religiosa es la que ayuda al niño a
comprender inteligentemente, a discernir por sí mismo lo temporal y lo real, y
a enfrentarse desinteresadamente a la vida. ¿No sería, por lo tanto, más
significativo empezar cada día en el hogar y en la escuela con algún
pensamiento serio, o con un ejercicio de lectura que tenga profundidad y
significación, más bien que mascullando palabras o frases frecuentemente
repetidas?
Las generaciones pasadas, con sus ambiciones, tradiciones e
ideales, han traído al mundo miseria y destrucción. Tal vez las generaciones
venideras, con la verdadera índole de educación, puedan poner fin a este caos y
establecer un orden social más feliz. Si los jóvenes tienen el espíritu de
investigación y buscan constantemente la verdad de todas las cosas, ya sean
políticas o religiosas, personales o ambientales, entonces la juventud tendrá
una gran significación y hay esperanza de un mundo mejor.
La mayor parte de los niños son curiosos, quieren saber; pero su
ansiedad de inquirir queda embotada por nuestras aseveraciones pontificales,
nuestra impaciencia suprema y nuestra actitud de indiferencia que aparta
bruscamente a un lado su curiosidad. Nosotros no estimulamos a los niños para
que pregunten, porque estamos recelosos de lo que puedan preguntarnos; y no
alentamos su descontento, porque nosotros mismos ya hemos dejado de inquirir.
La mayoría de los padres y los maestros le temen al descontento
porque perturba todas las formas de la seguridad; y por eso estimulan a los
jóvenes a superarlo por medio de empleos permanentes, de herencias, alianzas
matrimoniales y el consuelo de los dogmas religiosos. Las personas mayores
conociendo demasiado bien las muchas maneras de entorpecer la mente y el
corazón, proceden a embotar al niño tanto como ellos lo están, imponiéndole
autoridades, tradiciones y creencias que ellas mismas han aceptado.
Sólo estimulando al niño a que pregunte al libro, cualquiera que
sea, a que investigue la validez de los valores sociales existentes, de las
tradiciones, de las formas de gobierno, de las creencias religiosas, etc.,
pueden los educadores y los padres de familia tener la esperanza de despertar y
mantener la comprensión crítica y la profunda perspicacia del niño.
Los jóvenes, si es que están realmente vivos, se sienten llenos de
esperanzas e inquietudes; debe ser así, de lo contrario ya están viejos y
muertos; y los viejos son los que una vez estuvieron descontentos, pero que han
tenido éxito en apagar esa llama y han encontrado seguridad y consuelo de
varias maneras. Anhelan obtener seguridades para ellos y sus familiares, y
ansían ardorosamente la certeza en sus ideas, la seguridad en sus relaciones y
en sus pertenencias; de modo que tan pronto se sienten descontentos, se
abstraen en sus responsabilidades, en sus ocupaciones o en cualquier otra cosa,
a fin de eludir ese sentimiento perturbador de descontento.
Cuando somos jóvenes estamos en la época de sentir el descontento,
no sólo con nosotros mismos, sino también con todo lo que nos rodea. Debemos
aprender a pensar con claridad y sin prejuicios, para no sentirnos
interiormente esclavizados y temerosos. La independencia no es para esa sección
coloreada del mapa que llamamos nuestro país, sino para nosotros como
individuos; y aunque exteriormente seamos dependientes unos de otros, esta
mutua dependencia no se hace cruel ni opresiva, si internamente estamos libres
de anhelo de poderío, posición y autoridad.
Debemos entender el descontento, del cual la mayoría de nosotros
siente temor. El descontento puede traer lo que parece ser desorden; pero si
conduce, como debiera, al conocimiento propio, a la propia abnegación, entonces
creará un nuevo orden social y una paz duradera. Con la propia abnegación surge
un gozo inconmensurable.
El descontento es el medio que conduce a la libertad; pero para
inquirir sin prejuicios, no debe haber ninguna exacerbación emocional, que a
menudo se presenta en forma de reuniones políticas, gritos de combate, búsqueda
de un «gurú» o maestro espiritual u orgías religiosas de todas clases. Este
exceso emocional embota la mente y el corazón, incapacitándolos para intuir y
por lo tanto haciéndolos fácilmente moldeables por las circunstancias y el
miedo. Es el deseo vehemente de investigar, y no la fácil imitación de la
multitud, lo que ha de producir una nueva comprensión de las modalidades de la
vida.
Los jóvenes se dejan persuadir muy fácilmente por el sacerdote o
por el político, por el rico o por el pobre, a pensar de una manera
determinada; pero la verdadera clase de educación debe ayudarles a vigilar
estas influencias para no repetir como loros los estribillos partidistas, ni
caer en astutas trampas de ambición, ya sea la propia o la ajena. No deben
permitir los jóvenes que la autoridad les sofoque el corazón y la mente. Seguir
a otro, por grande que sea, o adherirse a una ideología lisonjera, no ha de
contribuir a la paz mundial,
Cuando salimos de la escuela o de la universidad, muchos de
nosotros echamos a un lado los libros y nos parece que ya hemos terminado con
todo lo que sea aprendizaje; y hay otros que sienten el estímulo de continuar
pensando con más amplitud que se mantienen leyendo y captando lo que otras
personas han dicho, y se convierten en adictos del conocimiento. Mientras
exista el culto por el conocimiento o por la técnica como medio para llegar al
triunfo y al poder, tiene que haber rivalidad despiadada, antagonismo y lucha
incesante por el pan.
Mientras el éxito sea nuestra meta, no podemos liberarnos del
temor, porque el deseo de triunfar, inevitablemente engendra el temor al
fracaso. Por eso a los jóvenes no se les debe inculcar el culto al éxito. La
mayor parte de la gente busca el triunfo en una u otra forma, ya sea en una
cancha de tenis, en el mundo de los negocios, o en la política. Todos queremos
estar en el primer puesto, y ese deseo crea constante conflicto en nosotros
mismos y con nuestros vecinos; nos lleva a la rivalidad, la envidia, la
animosidad y finalmente a la guerra.
De la misma manera que los mayores, la juventud busca éxito y
seguridad; aunque al principio esté descontenta, pronto se torna respetable y
no se atreve a ir contra la sociedad. Los muros de sus propios deseos comienzan
a encerrarlos, se alinean con los demás, y finalmente asumen las riendas de la
autoridad. Su descontento, que es la propia llama de la investigación, de la
búsqueda, de la comprensión, se apaga y muere; y en su lugar aparece el deseo
de encontrar un puesto mejor, un matrimonio ventajoso o una carrera de
porvenir, todo lo cual es la manifestación del ansia de mayor seguridad.
No hay diferencia esencial entre el viejo y el joven, pues ambos
son esclavos de sus propios deseos y placeres. La madurez no es cuestión de
edad; viene con la comprensión. El espíritu ardiente de investigación se
encuentra tal vez más fácilmente en los jóvenes, porque los viejos han sido ya
vapuleados por la vida, gastados por los conflictos, y sólo les espera la
muerte en una u otra forma. Esto no significa que sean incapaces de hacer
investigaciones con un propósito, sino que estas cosas les ocasionan más
dificultad.
Muchos adultos son inmaduros, más bien infantiles, y ésta es una
de las causas que contribuyen a la contusión y a la miseria del mundo. Son los
viejos los responsables de la crisis moral y económica prevaleciente; y una de
nuestras más desgraciadas flaquezas, es que siempre esperamos que alguien actúe
por nosotros y cambie el nimbo de nuestras vidas. Esperamos que otros sean los
que se rebelen y construyan de nuevo, mientras nosotros permanecemos inactivos
hasta estar seguros de los resultados.
La mayor parte de nosotros perseguimos la seguridad y el éxito; y
una mente que busca la seguridad, que ansía el triunfo, no es inteligente, y es
por tanto incapaz de la acción integrada. Sólo puede haber acción integral si
uno comprende su propio condicionamiento, sus prejuicios raciales, nacionales,
políticos y religiosos; es decir, si uno se da cuenta de que las modalidades del
«yo» tienden siempre a la separatividad.
La vida es un pozo de aguas profundas. Podemos llegar hasta él con
baldes pequeños y sacar sólo poca agua, o podemos venir con grandes cubos y
sacar mucha agua para alimentar y fortalecer. Cuando se es joven se está en la
época de investigar, de experimentar con todo. La escuela debe ayudar a los
jóvenes a descubrir su vocación y sus responsabilidades, y no meramente
atiborrar sus mentes con datos y conocimiento técnico; debe ser la tierra en la
cual puedan crecer sin miedo, feliz e íntegramente.
Educar a un niño es ayudarlo a comprender la libertad y la
integración. Para tener libertad tiene que haber orden, que sólo la virtud
puede dar; y la integración sólo se produce en medio de una gran sencillez.
Partiendo de innumerables complejidades debemos llegar a la sencillez. Debemos
ser sencillos en nuestra vida interna y en nuestras necesidades externas.
La educación de hoy se ocupa tan sólo de la eficiencia externa;
desatiende totalmente o pervierte deliberadamente la naturaleza interna del
hombre; desarrolla sólo una parte de él y abandona el resto para que se
desenvuelva lentamente lo mejor que pueda. Nuestra contusión, nuestro
antagonismo y nuestros temores internos, siempre dominan la estructura externa
de la sociedad, no importa lo hábilmente construida que esté. Cuando no hay
verdadera educación nos destruimos mutuamente, y es imposible la seguridad
física de cada uno. Educar bien al alumno es ayudarlo a entender el proceso
total de su ser; porque sólo cuando hay integración de la mente y el corazón en
cada acción cotidiana, es que puede haber inteligencia y transformación
interna.
Al ofrecer información y entrenamiento técnico, la educación debe,
sobre todo, estimular una visión integral de la vida; debe ayudar al alumno a
reconocer y a destruir en sí mismo todas las distinciones y todos los
prejuicios sociales y disuadirlo de la persecución codiciosa del poder y de la
autoridad. Debe estimularle a la verdadera observación de sí mismo y a vivir la
vida en su totalidad, lo cual no es dar significación sólo a una parte, al
«mi», y a «lo mío», sino ayudar a la mente a ir por encima y más allá de sí
mismo para descubrir lo real.
Se llega a la libertad únicamente mediante el conocimiento de sí
mismo en los menesteres cotidianos; es decir, en las relaciones con la gente,
con las cosas, con las ideas y con la naturaleza. Si el educador ayuda al
estudiante a integrarse, no puede acentuar de un modo fanático e irrazonable
ningún aspecto particular de la vida. Es la comprensión del proceso total de la
existencia lo que produce la integración. Cuando hay autoconocimiento cesa el
poder de crear ilusiones; y sólo entonces es posible que la realidad o Dios
sea.
Los seres humanos deben estar integrados si han de salir de
cualquier crisis, especialmente de la presente crisis mundial, sin sufrir
menoscabo alguno; por lo tanto, para los padres y maestros que están realmente
interesados en la educación, el principal problema es cómo desarrollar un
individuo integrado. Para hacer esto, evidentemente el educador mismo debe
espiar integrado; de modo que la verdadera educación es de suprema importancia
no sólo para los jóvenes, sino también para los viejos si quieren aprender y no
están ya anquilosados. Lo que somos en nuestro fuero interno es mucho más
importante que la cuestión tradicional de qué se le debe enseñar al niño, y si
amamos a nuestros hijos, deberemos procurar que tengan verdaderos educadores.
Enseñar no debe convertirse en la profesión de un especialista.
Cuando ése es el caso, y así sucede con frecuencia, el amor desaparece; y el
amor es esencial en el proceso de la integración. Estar integrado significa
estar libre de temor. La ausencia del temor trae la independencia sin crueldad,
sin desprecio para los demás, y éste es el factor más esencial en la vida. Sin
amor no podemos resolver nuestros numerosos problemas conflictivos; sin amor la
adquisición de conocimientos sólo aumenta la confusión y conduce simplemente a
la propia destrucción.
El ser humano integrado llegará a la técnica a través de la
experiencia, porque el impulso creativo crea su propia técnica ‑y ése es el
arte supremo-. Cuando un niño tiene el impulso creativo de pintar, pinta, sin
cuidarse de la técnica. De la misma manera, las personas que están «viviendo», y por lo tanto enseñando, son los únicos
verdaderos maestros; y ellos a su vez crearán su propia técnica.
Esto parece muy sencillo, pero realmente es una profunda
revolución. Si lo pensamos bien, podemos ver el efecto extraordinario que
tendrá en la sociedad. Hoy por hoy, la mayor parte de nosotros estamos agotados
a los cuarenta y cinco o cincuenta años de edad, por la esclavitud de la
rutina, por causa de la sumisión, del temor y de la aceptación; para nada
servimos, aunque luchemos en una sociedad que tiene muy poca significación,
excepto para los que la dominan y están seguros. Si el maestro ve esto y vive
él mismo en realidad, entonces, cualesquiera que sean su temperamento y sus
habilidades, su enseñanza no será asunto de rutina y si un instrumento de ayuda.
Para comprender a un niño tenemos que observarlo en sus juegos,
estudiarlo en sus diferentes actitudes; no podemos imponerle nuestros propios
prejuicios, esperanzas y temores, o moldearlo de acuerdo con el patrón de
nuestros deseos. Si constantemente juzgamos al niño de acuerdo con nuestros
propios gustos y antipatías, nos exponemos a crear barreras y obstáculos en
nuestras relaciones con él y en las suyas con el mundo. Desgraciadamente, la
mayoría de nosotros deseamos plasmar al niño en forma que resulte satisfactoria
a nuestras vanidades e idiosincrasias, encontramos varios grados de conformidad
y satisfacción en poseer y dominar de un modo exclusivo.
Por supuesto que este proceso no es de relación, sino de simple
imposición, y por lo tanto es esencial comprender el difícil y complejo deseo
de dominar. Asume muchas formas sutiles; y en su aspecto de propia rectitud, es
muy obstinado. El deseo de «servir», con el anhelo inconsciente de dominio, es
difícil de comprender. ¿Puede haber amor cuando se quiere ejercer el derecho de
posesión? ¿Puede haber comunión con los que deseamos controlar? Dominar es
hacer uso de otro para satisfacción propia; y donde se hace uso de otro, no hay
amor.
Cuando hay amor hay consideración, no sólo para los niños, sino
también para todo ser humano. A menos que estemos profundamente conmovidos por
el problema no hallaremos jamás el verdadero camino de la educación. El mero
adiestramiento técnico inevitablemente produce crueldad, y para educar a
nuestros hijos tenemos que ser sensibles al movimiento total de la vida. Lo que
pensamos, lo que hacemos, lo que vivimos, es de importancia infinita porque
crea el ambiente, y ese ambiente ayuda o entorpece al niño.
Es evidente, entonces, que aquellos de nosotros que estamos
profundamente interesados en esta cuestión, tendremos que empezar por
comprendernos a nosotros mismos, para así poder contribuir a la transformación
de la sociedad; haremos que sea nuestra la responsabilidad de lograr un nuevo
enfoque de la educación. Si amamos a nuestros hijos, ¿no buscaremos un medio
para acabar con las guerras? Pero si meramente usamos la palabra «amor» sin
sustancia, entonces perdurará el complicado problema de la miseria humana. La
solución del problema está en nosotros. Debemos empezar por comprender nuestras
relaciones con nuestros semejantes, con la naturaleza, con las ideas y las
cosas, porque sin esta comprensión no hay esperanza, no hay solución fuera del
conflicto y del sufrimiento.
Educar a un niño requiere observación inteligente y cuidado. Los
expertos y su conocimiento no pueden jamás reemplazar el amor de los padres,
pero la mayoría de los padres corrompe ese amor con sus propios temores y
ambiciones, que condicionan y deforman la perspectiva del niño. Somos muy pocos
los que nos preocupamos por el amor; más bien nos conformamos en alto grado con
la apariencia del amor.
La actual estructura social y educativa no ayuda al individuo a
conseguir la libertad y la integración; y si los padres tienen realmente el
sincero deseo y la buena fe para que sus hijos crezcan en su más completa
capacidad integral, deben comenzar por alterar la influencia del hogar y
dedicarse a crear escuelas con verdaderos maestros.
La influencia del hogar y la de la escuela no deben ser
contradictorias en forma alguna, por lo que los padres y los maestros deben
reeducarse. La contradicción que tan a menudo existe entre la vida privada del
individuo y su vida como miembro de un grupo, provoca una lucha interminable
dentro de él y en sus relaciones con los demás.
Este conflicto se estimula y se mantiene mediante la educación
errónea, y tanto los gobiernos como las religiones organizadas aumentan la
confusión con sus doctrinas contradictorias. El niño se divide interiormente
desde sus primeros años, lo cual ocasiona desastres personales y sociales.
Si aquellos de nosotros que amamos a nuestros hijos y vemos la
urgencia del problema, ponemos nuestra mente y nuestro corazón al servicio de
la causa, entonces, por pocos que seamos, a través de la verdadera educación y
de un ambiente hogareño inteligente, podemos ayudar a desarrollar seres humanos
integrados. Pero si, como tantos otros, llenamos nuestro corazón de las
astucias de la mente, entonces continuaremos viendo a nuestros hijos destruidos
por la guerra, por el hambre y por sus propios conflictos psicológicos.
La verdadera educación es consecuencia de la transformación de
nosotros mismos. Tenemos que reeducarnos para no matarnos los unos a los otros
por cualquier causa, por buena que sea, o por cualquier ideología no importa lo
prometedora que aparentemente sea para la futura felicidad del mundo. Debemos
aprender a ser misericordiosos, a contentarnos con poco y a buscar lo Supremo,
porque sólo así se conseguirá la verdadera salvación de la humanidad.
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