sábado, 6 de octubre de 2012
Intelecto, autoridad e inteligencia
Muchos de nosotros creemos que enseñándole a cada ser humano a
leer y a escribir quedan así resueltos los problemas de la humanidad; pero ya
se ha probado que esta idea es falsa. Los llamados educadores no aman la paz,
no son íntegros, y son también responsables de la confusión y la miseria del
mundo.
La verdadera educación significa el despertamiento de la
inteligencia, la creación de la vida integral, y solamente esta clase de
educación puede crear una nueva cultura y un mundo pacífico; pero para llegar a
alcanzar esta nueva clase de educación, debemos comenzar de nuevo sobre una
base completamente diferente.
Con un mundo que se está desmoronando ruinosamente en torno
nuestro, discutimos teorías y vanas cuestiones políticas, y jugamos con
reformas superficiales. ¿No indica todo esto una crasa irreflexión de nuestra
parte? Algunos dirán que sí, pero seguirán haciendo exactamente lo que siempre
y eso es lo triste de la existencia. Cuando nos percutamos de una verdad, y no
actuamos en seguida de acuerdo con ella, se convierte en veneno dentro de
nosotros mismos, y el veneno se esparce y produce perturbaciones psicológicas,
inestabilidad y mala salud. Sólo cuando se despierta la inteligencia creadora
en el individuo existe la posibilidad de paz y felicidad en la vida.
No podemos ser inteligentes sustituyendo simplemente un gobierno
por otro, un partido o grupo por otro, un jefe por otro. Las revoluciones
sangrientas no pueden resolver jamás nuestros problemas. Sólo una profunda
revolución interna que altere todos nuestros valores puede crear un ambiente
diferente, una estructura social inteligente; y tal revolución sólo la podemos
hacer usted y yo. Ningún nuevo orden surgirá hasta que individualmente
destruyamos nuestras barreras psicológicas y nos liberemos.
Podemos trazar sobre el papel los planos de una brillante utopía,
de un valeroso nuevo mundo; pero con toda certeza el sacrificio del presente
por un futuro desconocido nunca resolverá ninguno de nuestros problemas. Hay
tantos elementos que ocurren entre el ahora y el mañana, que nadie puede saber
lo que será ese futuro. Lo que podemos y debemos hacer, si es que lo deseamos
con sinceridad, es atacar nuestros problemas ahora, y no posponerlos para el
futuro. La eternidad no está en d futuro; la eternidad es ahora. Nuestros
problemas, existen en el presente, y es sólo en el presente cuando podemos
resolverlos.
Aquellos de nosotros que seamos sinceros debemos regenerarnos;
pero no puede haber regeneración sino cuando nos separamos completamente de los
valores que hemos creado con nuestros deseos agresivos de propia protección. El
conocimiento de uno mismo es el principio de la libertad, y es sólo cuando nos
conocemos que podemos crear el orden y la paz.
Ahora bien, algunos se preguntarán: ¿Qué puede hacer un solo
individuo que afecte la historia? ¿Podrá hacer algo por la forma en que vive?
Ciertamente que sí. Evidentemente ni usted ni yo vamos a detener las guerras
inmediatas, o crear una comprensión instantánea entre las naciones; pero por lo
menos, podemos efectuar en el mundo de nuestras relaciones cotidianas un cambio
fundamental que tenga los efectos consiguientes.
El esclarecimiento individual afecta positivamente a grandes
grupos de personas, pero únicamente si no estamos impacientes por conseguir
resultados. Si pensamos en términos de ganancias y resultados no es posible
nuestra transformación verdadera.
Los problemas humanos no son simples; son muy complejos. El
entenderlos exige paciencia y penetración, y es de la mayor importancia que
nosotros, como individuos, los entendamos y los resolvamos por nosotros mismos.
No han que entenderse por medio de formulas o lemas; ni pueden resolverse en su
propio nivel por los especialistas que trabajan en un campo determinado, lo que
sólo conduce a más confusión y miseria. Nuestros muchos problemas podrán
entenderse y resolverse sólo cuando los comprendamos como un proceso total; es
decir, cuando entendamos nuestra constitución psicológica total, y ningún líder
político o religioso puede darnos la clave de esa comprensión.
Para entendernos nosotros mismos debemos estar alerta a nuestras
relaciones, no sólo con la gente, sino con la propiedad, con las ideas y con la
naturaleza. Si hemos de hacer una verdadera revolución con respecto a las
relaciones humanas, que son la base de toda sociedad, debe haber un cambio
fundamental en nuestros propios valores y en nuestra visión de la vida; pero
evitamos la necesaria y fundamental transformación de nosotros mismos, y
tratamos de provocar revoluciones políticas en el mundo, lo que sólo trae
desastres y derramamiento de sangre.
Las relaciones humanas basadas en la sensación no pueden ser un
medio para liberarse del yo; sin embargo, la mayor parte de nuestras relaciones
se basan en la sensación, y son el resultado de nuestro deseo de medro
personal, de convivencia, de seguridad psicológica. Aunque estas cosas no
ofrezcan un escape momentáneo del yo, tales relaciones sólo fortalecen el yo
con sus actividades que lo envuelven y limitan. Las relaciones humanas son como
un espejo donde pueden verse el yo y todas sus actividades; y es sólo cuando se
entienden las manifestaciones del yo, en las reacciones de relación, que hay
libertad creativa sin la carga del yo.
Para transformar el mundo debe beber regeneración en cada uno de
nosotros. Nada puede conseguirse por la violencia, por la fácil destrucción de
unos contra otros. Podemos encontrar alivio temporal organizándonos en grupos,
estudiando métodos de reformas sociales y económicas, promulgando legislaciones
o elevando nuestras oraciones al cielo; pero hagamos lo que hagamos, sin el
conocimiento propio y sin el amor que le es inherente, nuestros problemas
crecerán y se multiplicarán. Mientras que si aplicamos nuestras mentes y nuez
tras corazones a la tarea de conocernos a nosotros mismos, indudablemente
resolveremos nuestros numerosos conflictos y tristezas.
La educación moderna nos está convirtiendo en seres irreflexivos;
hace muy poco para ayudarnos a descubrir nuestra vocación individual. Aprobamos
ciertos exámenes, y entonces, con buena suerte, conseguimos una colocación que
a menudo significa una rutina interminable por el resto de la vida. Puede ser
que nuestro trabajo nos disguste, pero estamos obligados a seguir en él, porque
no tenemos otro medio de ganarnos la vida. Puede ser que deseemos hacer otra
cosa enteramente distinta, pero los compromisos y las responsabilidades nos lo
impiden y estamos acorralados por nuestras ansiedades y temores. Y al vernos
frustrados buscamos un escape a través del sexo, de la bebida, de la política,
o de las religiones fantásticas.
Cuando nuestras ambiciones se frustran, damos indebida importancia
a lo que debe ser normal, y desarrollamos una peculiaridad psicológica. Hasta
tanto no poseamos un conocimiento comprensivo de nuestra vida y del amor, de
nuestros deseos políticos, religiosos y sociales, con sus exigencias e
impedimentos, tendremos problemas crecientes en nuestras relaciones que nos
llevarán a la destrucción y a la miseria.
La ignorancia es la falta de conocimiento con respecto a cómo se
manifiesta el yo, y esta ignorancia no puede desaparecer con actividades y
reformas superficiales; sólo puede desaparecer con una constante vigilancia de
los movimientos y reacciones del yo en todas sus relaciones.
Debemos darnos cuenta de que no sólo estamos condicionados por el
ambiente, sino de que nosotros somos el ambiente y no somos algo aparte de él.
Nuestros pensamientos y reacciones están condicionados por los valores que la
sociedad, de la cual somos parte, nos ha impuesto.
Nunca observamos que somos el ambiente total, porque hay varias
entidades en nosotros, todas girando alrededor del «mí», del «yo». El yo se
compone de estas entidades que son simplemente deseos en varias formas. De este
conglomerado de deseos surge la figura central, el pensador, la voluntad del
«mí» y lo «mío»; y se establece de esta manera una división entre el yo y el no
yo; entre el mí y el ambiente o la sociedad. Esta separación es el principio
del conflicto, tanto interno como externo.
La alerta percepción de este proceso total, tanto el consciente
como el oculto, es la meditación; y a través de esta meditación se trasciende
el yo con sus deseos y conflictos. El autoconocimiento es necesario si uno ha
de liberarse de las influencias y de los valores que protegen al yo; y es sólo
en esta libertad donde hay creación, virtud, Dios, o lo que se quiera.
La opinión y la tradición moldean nuestros pensamientos y
sentimientos desde la más tierna edad. Las influencias e impresiones inmediatas
producen un efecto poderoso y duradero, que determina todo el curso de nuestra
vida consciente e inconsciente. La conformidad comienza en la infancia,
mediante la educación y el impacto de la sociedad.
El deseo de imitar es un factor muy fuerte en nuestra vida, no
sólo en los niveles superficiales, sino también en los más profundos. Apenas
tenemos pensamientos y sentimientos independientes. Cuando se presentan son
meras reacciones, y no están, por lo tanto, libres del patrón establecido,
puesto que no hay libertad en la reacción.
La filosofía y la religión establecen ciertos métodos por medio de
los cuales podemos llegar a la realización de la verdad o Dios; sin embargo, el
mero acto de seguir un método es mantenernos irreflexivos y desintegrados, no
importa lo beneficioso que el método pueda parecer en nuestra vida social
cotidiana. La tendencia a la sumisión, que es el deseo de seguridad, engendra
temor y les da precedencia a las autoridades políticas o religiosas, a los
héroes y líderes que incitan al sometimiento y por quienes estamos sutil o
groseramente dominados; pero no someterse es sólo una reacción contra la
autoridad, y no nos ayuda en modo alguno a convertirnos en seres humanos
integrados. La reacción es infinita, y sólo nos conduce a otra reacción.
La conformidad, con su oculta tendencia de temor, es un obstáculo;
pero el simple reconocimiento intelectual de este hecho no remueve el
obstáculo. Es sólo cuando nos damos cuenta de esos obstáculos con toda la
fuerza de nuestro ser que nos podemos librar de ellos sin crear obstrucciones
ulteriores más profundas.
Cuando estamos interiormente subordinados, entonces la tradición
tiene un gran agarre en nosotros; y una mente que piensa de acuerdo con la
tradición no puede descubrir lo que es nuevo. Al someternos nos convertimos en
imitadores mediocres, en engranajes de una cruel maquinaria social. Lo que
pensamos es lo que importa, no lo que otros quieren que pensemos. Cuando nos
sometemos a la tradición nos convertimos en simples copias de lo que debemos
ser.
Esta imitación de lo que debemos ser, engendra el temor, y el
temor mata el pensamiento creador. El temor embota la mente y el corazón y
evita que estemos alertas a la significación total de la vida; nos volvemos
insensibles a nuestras propias tristezas, al movimiento de las aves, a las
sonrisas y las miserias de los demás.
El temor, consciente e inconsciente, tiene muchas causas
diferentes, y necesita alerta vigilancia para librarse de todas ellas. El temor
no puede eliminarse por medio de la disciplina, de la sublimación o de otro
acto cualquiera de la voluntad: sus causas tienen que buscarse y comprenderse.
Esto requiere paciencia y una comprensión tal que no admita juicio de ninguna
especie.
Es comparativamente fácil entender y resolver nuestros temores
conscientes. Pero los inconscientes ni siquiera han sido descubiertos por la
mayor parte de nosotros, porque no les permitimos salir a la superficie, y
cuando en raras ocasiones se manifiestan, nos apresuramos a encubrirlos para
escapar de ellos. Los temores ocultos a menudo se presentan en los sueños y en
otras formas de insinuación, y causan mayor deterioro y conflicto que los
temores superficiales.
Nuestra vida no se halla en la superficie solamente; la mayor
parte de ella está escondida a toda observación accidental. Si quisiéramos que
nuestros temores ocultos salieran a la luz y se disolvieran, la mente
consciente debería estar algo tranquila, y no eternamente ocupada; entonces,
según estos temores van saliendo a la superficie, deben ser observados sin
estorbo ni obstáculo, porque cualquier acto de condonación o justificación sólo
aumenta el temor Para sentirnos libres de todo temor, debemos estar prevenidos
ante su tenebrosa influencia, pues sólo una constante vigilancia puede revelar
sus muchas causas.
Uno de los resultados del miedo es la aceptación de la autoridad
en los asuntos humanos. Creamos la autoridad con nuestro deseo de verdad, de
seguridad, de comodidad, de evitar conflictos y confusiones conscientes; pero
nada que sea resultado del miedo puede ayudarnos a entender nuestros problemas,
aunque el miedo asuma apariencia de respeto y sumisión a los llamados sabios.
Los sabios no hacen uso de la autoridad, y los que tienen autoridad no son
sabios. El miedo en cualquier forma impide que nos entendamos nosotros mismos y
nuestras relaciones con las cosas.
Seguir una autoridad es la negación de la inteligencia. Aceptar la
autoridad es someternos al dominio, subyugarnos a un individuo, a un grupo o
una ideología, ya sea religiosa o política; y este sometimiento de uno mismo a la
autoridad es la negación, no sólo de la inteligencia, sino también de la
libertad individual. La sumisión a un credo o a un sistema de ideas es una
reacción de protección propia. La aceptación de una autoridad puede ayudarnos
temporalmente a disimular nuestras dificultades y problemas; pero el evadir un
problema sólo sirve para intensificarlo, y en este proceso la autocomprensión y
la libertad se abandonan.
¿Cómo puede haber transacción entre la libertad y la aceptación de
la autoridad? Si hay transacción, entonces los que dicen que buscan su propio
conocimiento y libertad no son sinceros en su esfuerzo. Parece que pensemos que
la libertad es el fin último, una meta, y que para llegar a ser libres debemos
primero someternos a varias formas de supresión e intimidación. Esperamos
alcanzar la libertad por medio de la sumisión; pero, ¿no son los medios tan
importantes como el fin?, ¿no son los medios los que determinan el fin?
Para tener paz uno debe emplear medios pacíficos; porque si los
medios son violentos, ¿cómo es posible que el fin sea pacífico? Si el fin es la
libertad, el principio debe ser libre, porque el fin y el principio son uno.
Sólo puede haber autoconocimiento e inteligencia cuando hay libertad desde el
primer momento, y se niega la libertad cuando se acepta la autoridad.
Reverenciamos la autoridad en varias formas: conocimiento, éxito,
poder, etc. Ejercemos autoridad sobre los jóvenes y al mismo tiempo tememos a
la autoridad superior. Cuando el hombre mismo no tiene visión interna, el poder
externo y la posición social asumen enorme importancia, y entonces el individuo
está cada vez más sujeto a la autoridad y a la coacción, se convierte en
instrumento de otros. Podemos ver que esto está sucediendo constantemente a
nuestro alrededor: en momentos de crisis, las naciones democráticas actúan como
las totalitarias, olvidándose de su democracia y obligando al hombre a
someterse a sus designios.
Si podemos entender la compulsión que hay tras nuestros deseos de
dominio o de sumisión, entonces tal vez podemos libertarnos de los efectos
perjudiciales de la autoridad. Ansiamos tener seguridad, razón, éxito,
sabiduría, etc., y este anhelo de seguridad, de permanencia, crea en nosotros
la autoridad de la experiencia personal, mientras que exteriormente crea la
autoridad de la sociedad, de la familia, de la religión y así sucesivamente.
Pero meramente ignorar la autoridad, librarnos de sus símbolos externos es de
muy poca significación.
Abandonar una tradición y aceptar otra, dejar un líder para seguir
otro, es sólo un gesto superficial. Si hemos de compenetrarnos bien de todo el
proceso de la autoridad, si hemos de ver su esencia, si hemos de entender y
trascender el deseo de seguridad, entonces debemos tener amplio entendimiento e
intuición, debemos ser libres, no al fin, sino al principio.
El anhelo de certeza, de seguridad, es una de las primordiales
actividades del yo, y es este impulso apremiante el que tenemos que vigilar
constantemente, y no simplemente torcerlo o forzarlo en otra dirección, u
obligarlo a ajustarse a un molde deseado. El yo, el mí y lo mío, son muy
dominantes en la mayor parte de nosotros; tanto en el sueño como en la vigilia,
están siempre alerta y siempre cobrando nuevos bríos. Pero cuando hay
comprensión del yo y nos damos cuenta de todas sus actividades, por sutiles que
sean, inevitablemente conducen al conflicto y al dolor; entonces el ansia de
seguridad, de continuidad del yo termina. Uno tiene que estar en constante
vigilancia para que el yo revele sus manifestaciones y ardides; pero cuando
empezamos a entenderlos y a comprender las implicaciones de la autoridad con
todo lo que está envuelto en nuestra aceptación o negación de ella, entonces ya
estamos desembarazándonos de la autoridad.
Mientras la mente se deje dominar y controlar por el deseo de su
propia seguridad no podrá libertarse del yo y de sus problemas; por eso no hay
liberación del yo mediante el dogma y la creencia organizada que llamamos
religión. El dogma y la creencia son sólo proyecciones de nuestra propia mente.
Los ritos, el «puja», las formas aceptadas de meditación, las palabras y frases
constantemente repetidas, aunque pueden producir ciertos efectos agradables, no
libertan la mente del yo y sus actividades, porque el yo es esencialmente el
resultado de las sensaciones.
En momentos de tristeza, nos volvemos a lo que llamamos Dios, que
es sólo una imagen de nuestra propia mente; o encontramos explicaciones
satisfactorias, y esto nos da consuelo temporal. Las religiones que seguimos
son creaciones de nuestras esperanzas y temores, de nuestro deseo de seguridad
interna y de reafirmación; y con el culto de la autoridad, ya sea la de un
salvador, un maestro o un sacerdote, viene la sumisión, la aceptación y la
imitación. De suerte que se nos explota en el nombre de Dios, tal como se nos
explota en el nombre de los partidos y de las ideologías y continuamos
sufriendo.
Todos somos seres humanos, sea cual fuere el nombre con que nos
llamamos, y nuestro destino es sufrir. El sufrimiento es común a todos
nosotros, lo mismo al idealista que al materialista. El idealismo es un escape
de lo que «es», y el materialismo es otra manera de negar las inconmensurables
profundidades del presente. Tanto el idealista como el materialista tienen su
modo de evitar el complejo problema del sufrimiento; a ambos los consumen sus
propios anhelos, ambiciones y conflictos, y sus modos de vida no los conducen a
la tranquilidad. Ambos son responsables de la confusión y miseria del mundo.
Ahora bien, cuando estamos en un estado de conflicto, de sufrimiento,
no hay comprensión: en ese estado, por cuidadosa y hábilmente que pensemos
nuestros actos, sólo nos pueden llevar a mayor confusión y tristeza. Para
entender el conflicto y de ese modo libertarnos de él, tiene que haber una
comprensión de los procesos de la mente consciente y de la inconsciente.
Ningún idealismo, ningún sistema ni patrón de especie alguna,
puede ayudarnos a desenmarañar los profundos procesos de la mente; por el
contrario, cualquier fórmula o conclusión nos hará más difícil su descubrimiento.
La persecución de lo que debe ser, el apego a los principios, a los ideales, el
establecimiento de una meta, todo esto conduce a muchas ilusiones. Si hemos de
conocernos a nosotros mismos, tiene que haber cierta espontaneidad, libertad de
observación, y esto no es posible cuando la mente está encerrada en lo
superficial, en los valores idealistas o materialistas.
La existencia es relación; y tanto si pertenecemos a una
organización religiosa o no, o si somos mundanos o idealistas, nuestros
sufrimientos sólo podrán resolverse entendiéndonos a nosotros mismos en
nuestras relaciones. Sólo el autoconocimiento puede traer tranquilidad y
felicidad al hombre, porque el autoconocimiento es el principio de la
inteligencia y de la integración. La inteligencia no es un simple ajuste
superficial; no es el cultivo de la mente, ni la adquisición de conocimientos.
La inteligencia es la capacidad para entender los procesos de la vida; es la
percepción de los verdaderos valores.
La educación moderna, al desarrollar el intelecto, imparte más y
más teorías y datos, sin realizar la comprensión del proceso total de la
existencia humana. Somos altamente intelectuales; hemos desarrollado mentes
sagaces, y estamos enredados en explicaciones. El intelecto se satisface con teorías
y explicaciones; pero la inteligencia no; y para entender el proceso total de
la existencia, debe haber integración de la mente y del corazón en las
acciones. La inteligencia no puede estar separada del amor.
Para la mayor parte de nosotros, la realización de esta revolución
interna es extremadamente difícil. Sabemos meditar, tocar el piano, escribir;
pero no conocemos al meditador, al pianista o al escritor. No somos creadores
porque hemos llenado nuestras mentes y nuestros corazones de conocimiento, de
información y de arrogancia. Estamos repletos de citas que otros han pensado o
dicho. Pero el acto de vivencia viene primero; no la manera de «vivir». Debe
haber amor antes de que exista la expresión del amor.
Es, pues, evidente, que el mero cultivo del intelecto, que ha de
desarrollar la capacidad o el conocimiento, no se traduce en inteligencia. Hay
una diferencia entre intelecto e inteligencia. El intelecto es el pensamiento
en función independiente de la emoción; mientras que la inteligencia es la capacidad
para sentir y para razonar; y hasta que no nos acerquemos a la vida con
inteligencia, en vez de con el intelecto únicamente, o con sólo la emoción, no
habrá sistema educativo o político en el mundo que nos salve de las calamidades
del caos y de la destrucción.
El conocimiento no es comparable con la inteligencia. El
conocimiento no es sabiduría. La sabiduría no está en el mercado; no es una
mercancía que puede adquirirse por el precio del aprendizaje, o de la
disciplina. La sabiduría no puede encontrarse en los libros; no puede
acumularse ni aprenderse de memoria, ni almacenarse. La sabiduría surge con la
abnegación del yo. Tener una mente abierta es más importante que el
aprendizaje; nosotros podemos tener una mente receptiva, no atiborrándola de información,
sino comprendiendo nuestros propios pensamientos y sentimientos, observándonos
cuidadosamente a nosotros mismos y estudiando las influencias que nos rodean,
oyendo a los demás, observando a los ricos y a los pobres, a los poderosos y
los humildes. La sabiduría no se logra a través del miedo ni de la opresión,
sino de la observación y de la comprensión de todos los incidentes en las
relaciones humanas.
En nuestra búsqueda de conocimientos, en nuestros deseos de
adquisición, estamos perdiendo el amor, embotando el sentimiento de la belleza,
la sensibilidad a través de la crueldad; nos especializamos cada vez más, y nos
integramos cada vez menos. La sabiduría no puede substituirse por el
conocimiento, y ninguna cantidad de explicación, ninguna acumulación de datos,
librarán al hombre del sufrimiento. El conocimiento es necesario, la ciencia
tiene su lugar, pero si la mente y el corazón están sofocados por el
conocimiento, y si la causa del sufrimiento queda descartada con explicaciones,
entonces la vida se vuelve vana e insignificante. ¿Y no es esto lo que nos está
sucediendo a la mayor parte de nosotros? Nuestra educación nos hace más y más
superficiales; no nos ayuda a descubrir las capas más profundas de nuestro ser;
y nuestras vidas se hacen cada vez más vacías e inarmónicas.
La información, el conocimiento de datos, aunque en aumento
constante, están limitados por su propia naturaleza. La sabiduría es infinita,
incluye el conocimiento y el proceso de la acción; pero agarramos una rama y
creemos poseer el árbol entero. Con sólo el conocimiento de una parte jamás
podremos gozar la alegría del todo. El intelecto no puede llegar al todo,
porque es sólo un fragmento, una parte.
Hemos separado el intelecto del sentimiento, y hemos desarrollado
el intelecto a expensas del sentimiento. Somos como un objeto de tres patas con
una pata más larga que las otras, y por lo tanto, no tenemos equilibrio. Hemos
sido entrenados para ser intelectuales; nuestra educación cultiva el intelecto
hasta hacerlo perspicaz, astuto, adquisitivo; y por lo tanto, desempeña el
papel más importante en nuestra vida. La inteligencia es mucho más grande que
el intelecto, porque es la integración de la razón y el amor, pero sólo puede
haber inteligencia cuando hay autoconocimiento, el conocimiento profundo del
proceso total de uno mismo.
Lo que es esencial para el hombre ya sea joven o viejo, es vivir
plenamente, integralmente. Por ello nuestro principal problema es el cultivo de
esa inteligencia que nos da la integración. La importancia indebida otorgada a
cualquier parte de nuestra total naturaleza ofrece sólo una vista parcial, y
por tanto, deformada, de la vida; y esta deformación es la causa de la mayor
parte de nuestras dificultades. Cualquier desarrollo parcial de nuestro
temperamento total tiene que ser desastroso para nosotros y para la sociedad; y
por eso es realmente tan importante el enfoque de los problemas humanos desde
un punto de vista integral.
Ser un ente humano integrado es comprender el proceso completo de
nuestra propia conciencia, tanto la oculta como la manifiesta. Esto no es
posible si damos demasiada preponderancia al intelecto. Le atribuimos mucha
importancia al cultivo de la mente, pero interiormente somos insuficientes,
pobres, y estamos llenos de confusión. Este vivir en el intelecto es el camino
hacia la desintegración, porque las ideas, como las creencias, no pueden nunca
unir a los hombres si no es en grupos discordantes.
Mientras dependamos del pensamiento como medio de integración,
tiene que haber desintegración; y entender la acción desintegraste del
pensamiento, es comprender los procesos del yo, los procesos de nuestros
deseos. Debemos conocer nuestro condicionamiento y sus reacciones, colectivas y
personales. Sólo cuando uno comprende totalmente las actividades del yo con sus
deseos y fines contradictorios, sus esperanzas y temores, existe una
posibilidad de ir más allá del yo.
Tan sólo el amor y el recto pensar producirán la verdadera
revolución, la revolución interna en nosotros mismos. ¿Pero cómo podremos tener
amor? No es buscando el ideal de amor, sino cuando no exista el odio, cuando no
haya avaricia, cuando el sentido del yo, que es la causa del antagonismo,
llegue a su fin. Un hombre preso en los propósitos de la explotación, de la
avaricia, de la envidia, jamás podrá amar.
Si no hay amor ni recto pensar, la opresión y la crueldad irán
siempre en aumento. El problema del antagonismo entre los hombres puede
resolverse no buscando el ideal de la paz, sino entendiendo las causas de las
guerras que se hallan en nuestra actitud hacia la vida, hacia nuestros
semejantes, y este entendimiento sólo puede lograrse mediante la verdadera
educación. Sin un cambio de corazón, sin buena voluntad, sin la transformación
interna que nace de nuestra propia comprensión, no puede haber paz ni felicidad
para los hombres.
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