miércoles, 17 de noviembre de 2010

LA VOZ DE LA MENTE


En mi caso, ese primer destello de conciencia se manifestó siendo
estudiante de primer año en la Universidad de Londres. Solía tomar el metro dos veces a la semana para ir a la biblioteca de la universidad, generalmente a eso de las nueve de la mañana, terminando la hora de la congestión. Una vez me senté al frente de una mujer de unos treinta años. La había visto otras veces en el mismo tren. Era imposible no fijarse en ella. Aunque el tren estaba lleno, nadie ocupaba los dos asientos al lado de ella, sin duda porque parecía demente. Se veía extremadamente tensa y hablaba sola sin parar, en tono fuerte y airado. Iba tan absorta en sus pensamientos que, al parecer, no se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo y ligeramente hacia la izquierda, como si conversara con alguien que estuviera en el asiento vacío de al lado. Aunque no recuerdo el contenido exacto de su monólogo, era algo así: "Y entonces ella me dijo... y yo le contesté que era una mentirosa y cómo te atreves a acusarme... cuando eres tú quien siempre se ha aprove­chado de mi... Confié en ti y tú traicionaste mi confianza...". Tenía el tono airado de alguien a quien se ha ofendido y que necesita defender su posición para no ser aniquilado.
Cuando el tren se aproximaba a la estación de Tottenham Court Road, se puso de pie y se dirigió a la puerta sin dejar de pronunciar el torrente incesante de palabras que salían de su boca. Como era también mi parada, me bajé del tren detrás de ella. Ya en la calle comenzó a caminar hacia Bedford Square, todavía inmersa en su diálogo imaginario, acusando y afirmando rabiosamente su posición. Lleno de curiosidad, la seguí mientras conti­nuó en la misma dirección en la que yo debía ir. Aunque iba absorta en su diálogo imaginario, aparentemente sabía cuál era su destino. No tardamos en llegar a la estructura imponente de Senate House, un edificio de los años 30 en el cual se alojaban las oficinas administrativas y la biblioteca de la Universidad. Sentí un estre­mecimiento. ¿Era posible que nos dirigiéramos para el mismo sitio? Exactamente, era hacia allá que se dirigía. ¿Era profesora, estudiante, oficinista, bibliotecaria? Iba a unos veinte pasos de distancia de tal manera que cuando rebasé la puerta del edificio (el cual fue, irónicamente, la sede de la "Policía de la mente" en la versión cinematográfica de 1984, la novela de George Orwell), había desaparecido dentro de uno de los ascensores.
Me sentí desconcertado con lo que venía de presenciar. A mis 25 años sentía que era un estudiante maduro en proceso de convertirme en intelectual y estaba convencido de poder dilucidar todos los dilemas de la existencia humana a través del intelecto, es decir, a través del pensamiento. No me había dado cuenta de que pensar inconscientemente es el principal dilema de la existencia humana. Pensaba que los profesores eran sabios poseedores de todas las respuestas y que la Universidad era el templo del conocimiento. ¿Cómo podía una demente como ella formar parte de eso? Seguía pensando en ella cuando entré al cuarto de baño antes de dirigirme a la biblioteca. Mientras me lavaba las manos, pensé, "Espero no terminar como ella". El hombre que estaba a mi lado me miró por un instante y me sobresalté al darme cuenta de que no había pensado las palabras sino que las había pronunciado en voz alta. "Por Dios, ya estoy como ella", pensé. ¿Acaso no estaba tan activa mi mente como la de ella? Las diferencias entre los dos eran mínimas. La emoción predominante era la ira, mientras que en mi caso era principalmente la ansiedad. Ella pensaba en voz alta. Yo pensaba, principalmente, dentro de mi cabeza. Si ella estaba loca, entonces todos estábamos locos, incluido yo mismo. Las diferencias eran solamente cuestión de grado.
Por un momento pude distanciarme de mi mente y verla, como quien dice, desde una perspectiva más profunda. Hubo un paso breve del pensamiento a la conciencia. Continuaba en el cuarto de baño, ya solo, y me miraba en el espejo. En ese momen­to en que pude separarme de mi mente, solté la risa. Pudo haber sonado como la risa de un loco, pero era la risa de la cordura, la risa del Buda del vientre grande. "La vida no es tan seria como la mente pretende hacérmelo creer", parecía ser el mensaje de la risa. Pero fue solamente un destello que se olvidaría rápidamente. Pasaría los siguientes tres años de mi vida en un estado de angus­tia y depresión, completamente identificado con mi mente. Tuve que llegar casi hasta el suicidio para que regresara la conciencia y, en esa ocasión, no fue apenas un destello. Me liberé del pensa­miento compulsivo y del yo falso ideado por la mente.
El incidente que acabo de narrar no solamente fue mi primer destello de conciencia, sino que también sembró en mi la duda acerca de la validez absoluta del intelecto humano. Unos meses más tarde sucedió una tragedia que acrecentó mis dudas. Un lunes llegamos temprano en la mañana para asistir a la conferencia de un profesor al que admiraba profundamente, sólo para enterarnos de que se había suicidado de un disparo durante el fin de semana. Quedé anonadado. Era un profesor muy respetado, quien parecía tener todas las respuestas. Sin embargo, yo todavía no conocía ninguna otra alternativa que no fuera cultivar el pensamiento. Todavía no me daba cuenta de que pensar es solamente un aspec­to minúsculo de la conciencia y tampoco sabía nada sobre el ego y menos aún sobre la posibilidad de detectarlo en mi interior.

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