lunes, 24 de septiembre de 2012

La inocencia de un niño.


Los niños pequeños son inocentes; pero no se lo han ganado, es natural. En realidad son ignorantes, pero su ignorancia es mejor que la supuesta cultura, porque la persona culta está simplemente ocultando su ignorancia con palabras, teorías, ideologías, filoso­fías, dogmas y credos. Está tratando de ocultar su ignorancia, pero con sólo rascar un poco no encontrarás en su interior sino oscuri­dad, no encontrarás sino ignorancia.

Los niños están en mucho mejor situación que las personas cul­tas porque son capaces de ver. A pesar de ser ignorantes, son es­pontáneos, tienen atisbos de inmenso valor.
Un niño pequeño, al que le había entrado el hipo, gritó:
‑Mamá, ¡estoy tosiendo del revés!

Una madre muy parlanchina llevó a su hijo a la consulta del psi­quiatra para que lo examinara. El psiquiatra examinó al pequeño y le sorprendió que no prestara ninguna atención a sus preguntas.
-¿Tienes algún problema oyendo? ‑le preguntó el psiquiatra.
‑No ‑contestó el niño‑. Tengo problemas escuchando.

¿Entiendes lo que está diciendo? Escuchar y oír son dos cosas totalmente diferentes. El niño había dicho: ‑No tengo problemas oyendo, pero escuchar me cansa. Uno tiene que oír (la cotorra de la madre está ahí), pero tengo problemas escuchando. No puedo prestar atención. ‑La madre y su manera de cotorrear han destrui­do algo de gran valor en el niño: su capacidad de atención. Está completamente aburrido.

El profesor de segundo grado envió a la pizarra a los niños para resolver problemas aritméticos.
Uno de los niños dijo:
‑Me se ha acabado la tiza.
‑Eso no es correcto ‑respondió el profesor‑. El modo correcto es: «Se me ha acabado la tiza, se te ha acabado la tiza, se nos ha acabado la tiza, se les ha acabado la tiza.» ¿Entiendes ahora?
‑No ‑dijo el niño, ¿Qué ha pasado con toda la tiza?

El reloj acababa de dar las tres de la madrugada cuando la hija adolescente del sacerdote regresó del baile. El sacerdote y su espo­sa habían estado esperando a la muchacha levantados, y cuando apareció por la puerta éste le dijo con desprecio:
‑Buenos días, hija del demonio.
Hablando suavemente, como debería hacerlo cualquier mucha­cha, ésta respondió:

‑Buenos días, padre.

El profesor estaba tratando de enseñar a restar.
‑Ahora, Hugo ‑dijo‑, si tu padre ganase 30.000 pesetas a la se­mana y le descontaran 1.000 pesetas del seguro, 2.000 de la Segu­ridad Social y 5.000 de impuestos, y entonces le diera a tu madre la mitad, ¿qué tendrá ella?
‑¡Un ataque al corazón! ‑dijo el niño.

La cena había terminado. El padre y su hijo de nueve años es­taban en la sala de estar mirando la televisión. La madre y la hija estaban en la cocina lavando los platos sucios de la cena. De re­pente, el padre y el hijo escucharon un tremendo sonido al rom­perse algo en la cocina. Esperaron un momento sobresaltados pero no escucharon ni un ruido.
‑Ha sido mamá la que ha roto el plato ‑dijo el niño.
‑¿Cómo lo sabes? ‑preguntó su padre.
‑Porque ‑respondió el hijo‑ ¡no ha dicho nada!

Desde la cocina llegó el sonido del estruendo de un vaso roto o una porcelana rota.
‑¡Guillermito! ‑gritó su madre desde la sala‑. ¿Qué demonios estás haciendo en la cocina?
‑Nada ‑dijo Guillermito‑. ¡Ya he terminado!

Un vendedor que había estado trabajando en el área de Nueva Inglaterra iba a ser trasladado a California. El traslado había sido el principal tema de conversación en su casa durante semanas. La no­che anterior al gran traslado, su hija de cinco años se puso a rezar sus oraciones y dijo:
‑Y ahora, Dios, me tendré que despedir para siempre porque ¡mañana nos vamos a California!

,¡Cómo conseguiste de niño mantener tu propia clari­dad y no dejarte intimidar por los adultos que te ro­deaban.1 ¿De dónde sacaste la valentía necesaria?

La inocencia es valentía y claridad a la vez. No necesitas tener valentía si eres inocente. Tampoco necesitas claridad porque no hay nada más claro, más transparente, que la inocencia. Por lo tan­to, la cuestión consiste en cómo proteger la propia inocencia. La inocencia no es algo que se pueda conseguir. No es algo que tenga que aprenderse. No es algo como un talento: la pintura, la música, la poesía, la escultura. No es como ese tipo de cosas. Es más pare­cido a respirar, algo con lo que naces.
La inocencia está en la naturaleza de todo el mundo. Todo el mundo nace inocente. ¿Cómo puede uno nacer sin ser inocente? Nacer significa que uno ha entrado en el mundo como una tabula rasa, sin nada escrito. Sólo tienes futuro, no tienes pasado. Este es el significado de la inocencia. Por eso trata primero de entender to­dos los significados de la inocencia.
El primero es: no hay pasado, sólo hay futuro. Llegas al mundo como un observador inocente. Todo el mundo llega de la misma manera, con la misma cualidad de conciencia.
La pregunta es: ¿cómo me las he arreglado para que nadie pu­diera corromper mi inocencia, mi claridad?; ¿de dónde saqué el coraje?; ¿cómo conseguí no ser humillado por los adultos y su mundo?
No he hecho nada, o sea que no se trata del cómo. Sencillamen­te sucedió, de modo que no puedo atribuírmelo.
Quizá esto es algo que le sucede a todo el mundo, pero comien­zas a interesarte por otras cosas. Empiezas a negociar con el mun­do de los adultos. Tienen muchas cosas que ofrecerte; tú sólo tie­nes una, y es tu integridad, tu dignidad. No tienes demasiado, sólo una cosa; puedes llamarlo como quieras: inocencia, inteligencia, autenticidad. Sólo tienes eso.
Y el niño está naturalmente muy interesado en todo lo que ve a su alrededor. Continuamente queriendo tener esto, tener aquello; es parte de la naturaleza humana. Si te fijas en un niño pequeño, incluso en un recién nacido, puedes ver que ha empezado a buscar a tientas; sus manos están tratando de encontrar algo. Ha iniciado el viaje.
En el viaje se perderá, porque en este mundo no puedes conse­guir nada sin pagar por ello. Y el pobre niño no puede entender que lo que está entregando es tan valioso que, aunque todo el mundo estuviese de un lado y su integridad del otro lado, su integridad se­guiría teniendo más peso, más valor. No tiene manera de saberlo. Este es el problema, porque el niño tiene sencillamente lo que tie­ne. Lo da por hecho.

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