domingo, 7 de octubre de 2012

La escuela


La verdadera educación se preocupa por la libertad del individuo, la única que puede lograr la auténtica cooperación con el todo con los muchos; pero esta libertad no se alcanza mediante la persecución de nuestro éxito y de nuestro propio engrandecimiento. La libertad es el resultado del autoconocimiento, cuando la mente se eleva por encima y más allá de los obstáculos que ella misma se ha creado al ansiar su propia seguridad.

La función de la verdadera educación es ayudar a cada individuo a descubrir todos estos obstáculos psicológicos, y no simplemente imponerle nuevos patrones de conducta, nuevas maneras de pensar. Tales imposiciones nunca despertarán la inteligencia, la comprensión creadora, sino por el contrario condicionarán aun más al individuo. Evidentemente esto es lo que está sucediendo en todas partes del mundo, y por eso nuestros problemas continúan y se multiplican.
Es sólo cuando empezamos a entender la profunda significación de la vida humana que puede haber verdadera educación; pero, para entender, la mente debe librarse inteligentemente del deseo de recompensa que engendra el temor y la conformidad. Si consideramos a nuestros hijos como propiedad personal, si para nosotros ellos son la continuación de nuestros pequeños egos y la realización de nuestras ambiciones, entonces crearemos un ambiente, una estructura social en la cual no hay amor, sino la persecución de nuestras ventajas egocentristas.
Una escuela que tiene éxito en el sentido mundano, es casi siempre un fracaso como centro educativo. Una institución grande y floreciente en la que se educan cientos de niños, con el éxito y la ostentación que la acompañan, puede producir empleados de bancos, supervendedores, industriales o comisados, gente superficial que son técnicamente eficientes; pero sólo hay esperanza en el individuo integrado que únicamente las escuelas pequeñas pueden ayudar a crear. Es por esta razón que es mucho más importante tener escuelas con un número limitado de alumnos y verdaderos educadores, que practicar los últimos y mejores métodos en grandes instituciones.
Desgraciadamente, una de nuestras más desconcertantes dificultades es que pensamos que debemos operar en gran escala. La mayor parte de nosotros queremos grandes escuelas con imponentes edificios, aunque evidentemente no sean buenos centros educativos, porque queremos transformar o afectar lo que llamamos las masas.
Pero ¿qué son las masas? Usted y yo. No nos perdamos en el pensamiento de que las masas deben también recibir verdadera educación. La consideración de las masas es una forma de escape para librarnos de una acción inmediata. La verdadera educación llegará a ser universal si empezamos por lo inmediato, si nos entendemos nosotros mismos en nuestra relación con nuestros hijos, con nuestros amigos y vecinos. Nuestros propios actos en el mundo en que vivimos, en el mundo de nuestra familia y de nuestros amigos, ejercerán una influencia y un efecto cada vez más amplios.
Al darnos cuenta perfecta de nosotros mismos en todas nuestras relaciones, empezaremos por descubrir las confusiones y limitaciones que existen dentro de nuestro ser, de las cuales somos ahora ignorantes; y al darnos cuenta de ellas las comprenderemos y las eliminaremos. Sin esta comprensión y el autoconocimiento que produce, cualquier reforma en la educación o en cualquier otro campo, sólo conducirá a más antagonismo y miseria.
Al establecer enormes instituciones y emplear muchos maestros que dependen de un sistema, en vez de comprender y observar sus relaciones con el alumno, como individuo, meramente alentamos la acumulación de datos, el desarrollo de la capacidad y del hábito de pensar mecánicamente, de acuerdo con un patrón; pero la verdad es que nada de esto ayuda al alumno a crecer para convertirse en un ser humano integrado. Los sistemas pueden tener un uso limitado en manos de educadores alertas y reflexivos, pero no contribuyen a despertar la inteligencia. Sin embargo, es extraño que tales palabras como «sistema» e «institución» hayan adquirido tanta importancia para nosotros. Los símbolos han ocupado el lugar que corresponde a la realidad, y estamos satisfechos de que así sea, porque la realidad nos perturba, mientras que las sombras nos consuelan.
Nada de valor fundamental puede realizarse por medio de la instrucción en masa, si no es mediante un estudio cuidadoso y comprensivo de las dificultades, tendencias y capacidades de cada niño; y todos los que se dan cuenta de esto y desean sinceramente comprenderse a sí mismos y ayudar a la juventud: deben unirse y fundar una escuela que tenga significación vital en la vida del niño ayudándolo a ser inteligente e integrado. Para empezar una escuela semejante, no se necesita esperar hasta tener los medios necesarios. Se puede ser un verdadero maestro en el hogar y las oportunidades se presentan a los que actúan con seriedad.
Aquellos que aman a sus propios hijos y a los niños que los rodean, y que por lo tanto actúan seriamente, tratarán de que se establezca una buena escuela en la cercanía o en su propio hogar. Entonces vendrá el dinero ‑que es la consideración menos importante-. Para sostener una escuela pequeña, de verdadera calidad, se necesita, por supuesto, vencer ciertas dificultades financieras; sólo prosperará a base de sacrificio personal, no de una crecida cuenta bancaria. El dinero invariablemente corrompe, a menos que haya amor y entendimiento. Pero si es una escuela que realmente vale la pena, no hay duda de que se encontrará la ayuda necesaria. Cuando hay amor hacia la niñez todas las cosas son posibles.
Mientras la institución sea la consideración más importante, el niño no lo será. El verdadero educador se interesa por el individuo, y no por el número de alumnos que tiene; y tal educador descubrirá que él puede tener una escuela de significación vital, que algunos padres de familia sostendrán. Pero el maestro tiene que sentir la llama del interés; si tiene poco entusiasmo, tendrá una escuela como otra cualquiera.
Si los padres realmente aman a sus hijos, emplearán medios legislativos o de otra naturaleza, para establecer pequeñas escuelas dirigidas por verdaderos maestros; y no los desanimará el hecho de que las escuelas pequeñas son costosas, y de que los buenos maestros son difíciles de encontrar.
Deben darse cuenta, sin embargo, de que inevitablemente habrá oposición por parte de los intereses creados, de los gobiernos y de las religiones organizadas; porque tales escuelas están obligadas a ser profundamente revolucionarias. La verdadera revolución no es del tipo violento, sino que surge del cultivo de la inteligencia y de la integración de los seres humanos que, por su mismo vivir, crearán gradualmente cambios radicales en la sociedad.
Pero es de la mayor importancia que todos los maestros, en una escuela de esta clase, se reúnan voluntariamente sin que sean persuadidos o escogidos; porque libertarse voluntariamente de toda traba mundana, es la única base fundamental para un verdadero centro educativo. Si los maestros han de ayudarse mutuamente y los alumnos han de comprender los verdaderos valores, tiene que haber una constante comprensión en sus relaciones diarias.
En la soledad de una pequeña escuela, es fácil olvidar que hay un mundo externo lleno de conflictos, destrucción y miseria que aumentan constantemente. Ese mundo no está separado de nosotros. Por el contrario, es parte de nosotros porque hemos hecho de él lo que es; y es por ello, que si ha de haber un cambio fundamental en la estructura de la sociedad, la verdadera educación es el primer paso.
Sólo la verdadera educación, y no las ideologías, los líderes y las revoluciones económicas, puede ofrecernos una solución duradera para nuestros problemas y miserias; y ver la verdad de este hecho no es cuestión de persuasión intelectual o emocional, ni de argumentos perspicaces.
Si el núcleo del personal de una escuela verdadera se compone de maestros dinámicos, consagrados a la profesión, atraerá a otros maestros que tengan la misma dedicación, y aquellos que no están interesados pronto se encontrarán en ella fuera de lugar. Si el centro está alerta y tiene propósitos definidos, la periferia indiferente se desanimará terminando por desaparecer completamente; pero si el centro es indiferente, entonces todo el grupo sufrirá de incertidumbre y debilidad.
El núcleo de una institución educativa no puede constituirlo sólo el maestro principal. El entusiasmo o el interés que depende de una sola persona tiene que decaer y morir. Tal interés es superficial, inconstante e inservible porque puede desviarse y someterse a los caprichos y fantasías de otro. Si el director de la escuela es dominante, entonces el espíritu de libertad y la cooperación evidentemente no pueden existir. Un carácter fuerte puede organizar una escuela de primera clase; pero el temor y el sometimiento se insinúan, y entonces, por lo general, sucede que el resto del cuerpo de maestros se compone de nulidades.
Un grupo así no conduce a la libertad individual ni a la comprensión. El personal de una escuela no debe estar sometido al dominio del director, y el director no debe asumir toda la responsabilidad. Por el contrario, cada maestro debe sentirse responsable del todo. Si hay solamente unos pocos que están interesados, entonces la indiferencia o la oposición del resto impedirá o desacreditará el esfuerzo general.
Alguien puede dudar de que una escuela pueda administrarse bien sin una autoridad central, pero esto nadie lo sabe realmente porque nunca se ha probado. Indudablemente, en un grupo de verdaderos educadores, no surgirá nunca el problema de la autoridad. Cuando todos se están esforzando por ser libres e inteligentes, la cooperación de unos con otros es posible en todos los niveles. Para aquellos que no se han dedicado nunca profunda y perdurablemente a la tarea de impartir verdadera educación la falta de una autoridad central puede parecer una teoría impracticable; pero si uno se dedica completamente a la verdadera educación, entonces no necesita ni el estímulo ni la dirección, ni el control de nadie. Los maestros inteligentes son flexibles en el ejercicio de sus facultades; al mismo tiempo que tratan de ser individualmente libres, se ajustan a los reglamentos y hacen lo necesario para el beneficio de toda la escuela. Un serio interés es el principio de la inteligencia, y ambos se fortalecen por medio de la aplicación.
Si uno no entiende las implicaciones psicológicas de la obediencia, la simple decisión de no obedecer a la autoridad conducirá a la confusión. Esa confusión no se debe a la ausencia de autoridad, sino a la falta de interés mutuo y profundo en la verdadera educación. Si existe interés real, hay un ajuste constante y reflexivo por parte de todos los maestros a las demandas y necesidades del manejo de una escuela. En toda relación hay fricciones y malentendidos inevitables; pero éstos se exageran cuando no existe el afecto vinculador del interés común.
Debe haber cooperación liberal entre todos los maestros en una escuela verdadera. Todos los maestros deben reunirse con frecuencia para hablar de los varios problemas de la escuela; y cuando hayan convenido proceder de una manera determinada, evidentemente no debe haber dificultad alguna para llevar a feliz término lo que se ha decidido. Si alguna decisión adoptada por la mayoría no tiene la aprobación de un maestro en particular, el asunto puede discutirse en la próxima reunión de la facultad.
Ningún maestro debe temerle al director, ni el director debe sentirse intimidado por los maestros más antiguos del plantel. El acuerdo feliz es posible sólo cuando hay un sentido de igualdad absoluta entre todos. Es esencial que este sentido de igualdad prevalezca en una escuela verdadera, porque sólo puede haber cooperación real donde no exista el sentido de superioridad e inferioridad. Si hay mutua confianza, cualquier dificultad o malentendido no será simplemente desechado, sino que se le hará frente para resolverlo, y así la confianza será restablecida.
Si los maestros no están seguros de su propia vocación e interés, necesariamente tiene que haber envidia y antagonismo entre ellos, y emplearán todas las energías que tengan discutiendo detalles insignificantes y quisquillas inútiles; mientras que si hay un ardiente interés en lograr la educación apropiada, todas las irritaciones y desavenencias superficiales rápidamente se pasarán por alto. Entonces los detalles que parecen tan grandes asumen sus proporciones normales, y se ve que los antagonismos y las fricciones personales son vanos y destructivos, y todas las conversaciones y discusiones ayudan a averiguar qué es lo razonable, y no quién tiene razón.
Las dificultades y las desavenencias deben discutirse siempre entre los que trabajan juntos con una común intención, porque esto ayuda a aclarar cualquier confusión que pueda existir en nuestro pensar. Cuando hay interés en un objetivo común, hay también franqueza y camaradería entre los maestros, y el antagonismo jamás puede surgir entre ellos; pero si falta ese interés común, aunque superficialmente cooperen por obtener mutuo beneficio, existirán siempre el conflicto y la enemistad.
Puede haber, por supuesto, otros factores que causen fricción entre los miembros de la facultad. Un maestro puede tener exceso de trabajo; otro puede tener preocupaciones personales o familiares, y quizás otros no se sientan muy entusiasmados con lo que están haciendo. Seguramente que todos estos problemas pueden resolverse en una reunión profesional, porque el interés mutuo trae la cooperación. Es obvio que no se puede crear nada de vital importancia si unos pocos lo hacen todo, mientras el resto descansa cómodamente.
Una distribución equitativa del trabajo le ofrece a cada uno ciertas horas de solaz, que es como a todas luces debe ser. Un maestro sobrecargado de trabajo se convierte en un problema para él mismo y para los demás. Si uno está bajo una tensión muy fuerte hay la posibilidad de que se vuelva letárgico, indolente, especialmente cuando uno está haciendo algo que le disgusta. El restablecimiento no es posible si hay constante actividad, física o mental; pero la cuestión de las horas de esparcimiento puede arreglarse satisfactoriamente para todos.
El concepto de solaz varía de acuerdo con cada individuo. Para los que tienen mucho interés en su trabajo, ese trabajo en sí es distracción; este mismo interés, por ejemplo, en el estudio, es una forma de esparcimiento. Para otros, puede que la soledad sea su descanso.
Si el educador ha de disponer libremente de cierto tiempo, debe ser responsable solamente del número de alumnos que puede manejar. Una relación directa y vital entre el maestro y sus alumnos, es casi imposible cuando el maestro está agobiado casi siempre por un gran número de alumnos, difícil de manejar.
Existe todavía otra razón para que las escuelas sean pequeñas. Es evidentemente importante que el número de alumnos en una clase sea muy limitado, para que el maestro pueda prestarle plena atención a cada alumno. Cuando el grupo es demasiado grande no se puede hacer eso, y entonces el sistema de castigos y recompensas es el medio conveniente para imponer disciplina.
La verdadera educación no es posible «en masse». Para estudiar a cada niño se necesita paciencia, comprensión e inteligencia. Para observar las tendencias del niño, sus aptitudes, su temperamento para entender sus dificultades, tener en cuenta su herencia y la influencia de los padres, y no meramente considerarlo como perteneciente a cierta categoría, todo ello exige que se tenga una mente rápida y flexible libre de prejuicios y de las trabas de cualquier sistema. Para esto se necesita habilidad, interés profundo y sobre todo, afecto; y el producir educadores dotados de estas cualidades es uno de los problemas esenciales en la actualidad.
El espíritu de libertad individual y la inteligencia deben permear toda la escuela a todas horas. Esto no puede dejarse a la casualidad, y el mencionar accidentalmente las palabras «libertad» e «inteligencia» de vez en cuando, tiene muy poca significación.
Es particularmente importante que alumnos y maestros se reúnan con regularidad para discutir todos los asuntos relacionados con el bienestar del grupo. Debe también organizarse un consejo de estudiantes, con representación de los maestros, que pueda resolver todos los problemas de disciplina limpieza, alimentación, etc., y que pueda también ayudar a guiar a los alumnos descuidados, indiferentes u obstinados.
Los estudiantes deben elegir de entre ellos, a los que van a tener la responsabilidad de llevar a la práctica las decisiones y ayudar en la supervisión general de la escuela. Después de todo, el gobierno propio en la escuela es una preparación para el gobierno propio más tarde en la vida. Si mientras está en la escuela aprende a ser considerado con los demás, impersonal e inteligente en cualquier discusión relacionada con sus problemas diarios, cuando sea mayor podrá enfrentarse efectiva y desapasionadamente con las más grandes y complejas pruebas de la vida. La escuela debe estimular a los niños a que entiendan sus mutuas dificultades y peculiaridades, su modo de ser y su temperamento; porque así, cuando crezcan, serán más reflexivos y tolerantes en sus relaciones con los demás.
Este mismo espíritu de libertad e inteligencia debe prevalecer en todos los estudios del niño. Si ha de ser creativo y no simplemente un autómata, no se debe estimular al alumno a que acepte fórmulas y conclusiones. Aún en el estudio de la ciencia, el maestro debe razonar con el alumno, ayudándole a captar el problema en todos sus aspectos y a usar su propio juicio.
Pero ¿qué podemos decir con respecto a la orientación del niño? ¿No deberá existir ninguna orientación? La respuesta a esta pregunta depende de lo que se entienda por «orientación». Si los maestros han desterrado de sus corazones todo temor y deseo de dominio, entonces pueden ayudar al alumno a tener libertad y comprensión creadora: pero si hay un deseo consciente o inconsciente de guiarlo hacia una meta determinada, entonces, está claro que obstaculizan su desarrollo. La orientación hacia un objetivo determinado, ya creado por uno mismo o impuesto por otro, echa a perder la acción creativa.
Si el educador está preocupado por la libertad individual, y no por sus propios conceptos preconcebidos, ayudará al niño a descubrir la libertad estimulándole a comprender su propio ambiente, su propio temperamento, sus antecedentes religiosos y familiares, con todas las influencias y efectos que posiblemente tienen sobre él. Si hay amor y libertad en los corazones de los maestros, se aproximarán a cada alumno atentos a sus necesidades y dificultades; y entonces no serán meros autómatas que actúan de acuerdo con métodos y fórmulas, sino además seres humanos espontáneos, siempre alertas y vigilantes.
La verdadera educación debe también ayudar al alumno a descubrir sus intereses. Si el niño no descubre su verdadera vocación, toda su vida le parecerá un fracaso; se sentirá frustrado haciendo lo que no quiere hacer. Si quiere ser artista, y en vez de eso es escribiente en una oficina, pasará su vida quejándose y languideciendo. Así, pues, es de gran importancia que cada uno busque lo que quiere hacer y luego vea si vale la pena hacerlo. Un muchacho puede querer ser soldado; pero antes de que se prepare para ello, debe ayudársele a descubrir si la vocación militar es beneficiosa para toda la humanidad.
La verdadera educación debe ayudar al alumno, no sólo a desarrollar sus capacidades, sino también a entender su interés supremo. En un mundo arruinado por las guerras, la destrucción y la miseria, uno debe ser capaz de establecer un nuevo orden social y crear una manera diferente de vivir.
La responsabilidad de organizar una sociedad pacífica y culta descansa principalmente en el educador, y es lógico, sin que se excite por ello, que el educador tiene la grandísima oportunidad de ayudar en el logro de esa transformación social. La verdadera educación no depende de los reglamentos del gobierno ni de los métodos de un sistema determinado, sino que está en nuestras propias manos, en las manos de los padres y de los maestros.
Si los padres se cuidaran de sus hijos, establecerían una nueva sociedad; pero fundamentalmente a la mayoría de los padres de familia no les importa este asunto, y por lo tanto no tienen tiempo para tan urgente problema. Tienen tiempo para hacer dinero, para divertirse, para ritos y cultos; pero no tienen tiempo para considerar cuál es la verdadera educación para sus hijos. Es un hecho que la mayoría de la gente no quiere enfrentar. El hacerle frente significaría que tendrían que abandonar sus diversiones y distracciones, y eso es precisamente lo que no están dispuestos a hacer. Por consecuencia, envían sus hijos a la escuela donde el maestro no se preocupa por esos hijos más que ellos mismos. ¿Y por qué habría de preocuparse el maestro? Enseñar es para él una clase de trabajo, un medio para ganar dinero.
El mundo que hemos formado es tan superficial, tan artificial, tan feo, si uno lo mira por detrás del telón; y por eso decoramos el telón esperando que de algún modo todo salga bien. Desgraciadamente, la mayor parte de la gente no toma la vida en serio, excepto tal vez cuando se trata de hacer dinero, de alcanzar poder o de buscar excitación sexual. No quiere hacer frente a las otras complejidades de la vida; y es por eso que cuando sus hijos crecen, están tan poco desarrollados y tan desintegrados como sus padres, en constante lucha con ellos mismos y con el mundo.
Con gran facilidad decimos que amamos a nuestros hijos; pero, ¿hay en realidad amor en nuestros corazones cuando aceptamos las condiciones sociales existentes, y cuando no deseamos provocar un cambio fundamental en esta sociedad destructora? Y mientras confiemos en que el especialista eduque a nuestros hijos, la confusión y la miseria continuarán; porque el especialista está desintegrado él mismo por ocuparse sólo de la parte y no del todo.
En vez de ser la más honrada y responsable de las ocupaciones, la educación se considera con menosprecio, y la mayor parte de los educadores siguen una línea de conducta rutinaria. Realmente no están interesados en la integración ni en la inteligencia, sino en impartir información; y un hombre que sólo imparte información, sin considerar que el mundo se derrumba a su alrededor, no es un verdadero educador.
Un educador no es un simple informador; sino el que señala el camino hacia la sabiduría y la verdad. La verdad es mucho más importante que el maestro. La búsqueda de la verdad es religión; y la verdad no es patrimonio de ningún país ni de ningún credo, ni se encuentra en templo alguno, ni en una iglesia, ni en una mezquita. Sin la búsqueda de la verdad, la sociedad se deteriora en corto tiempo. Para crear una nueva sociedad, cada uno de nosotros tiene que ser un verdadero maestro, lo cual significa que tenemos que ser alumno y maestro; tenemos que educarnos a nosotros mismos.
Si ha de establecerse un nuevo orden social, los que enseñan sólo por ganarse un sueldo evidentemente no tienen lugar como maestros. Considerar la enseñanza como un medio para ganar la subsistencia es explotar a los niños en beneficio propio. En una sociedad inteligente, los maestros no tienen que preocuparse por su propio bienestar y la comunidad proveerá sus necesidades.
El verdadero maestro no es el que ha levantado una impresionante institución educativa, ni el que es instrumento de los políticos, ni el que está sujeto a un ideal, a una creencia o a un país. El verdadero maestro es rico interiormente y por lo tanto no pide nada para él; no es ambicioso, ni busca el poder en forma alguna; no usa su profesión como medio para conseguir autoridad o posición, y está por lo tanto libre de toda coacción de la sociedad y de todo control gubernamental. Tales maestros tienen lugar preferente en una sociedad culta, porque la verdadera cultura no se basa en los ingenieros y los técnicos, sino en los verdaderos educadores.


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