lunes, 23 de mayo de 2011

La puerta que conduce al propio yo

Un amigo ha preguntado: Nos has mostrado el método de la negación para conocer la verdad o lo divino: el método de excluir todo lo demás para conocer el yo. ¿Es posible conseguir el mismo resultado haciendo lo contrario? ¿No podemos intentar ver a Dios en todo? ¿No podemos sentirlo en todo?
comprender esto sera beneficioso para vosotros.
El que no es capaz de conocer a Dios dentro de su propio yo nunca puede conocerlo de ningún modo. El que no ha reconocido todavía a Dios dentro de su propio yo no es capaz de reconocerlo en los demás. El yo es lo más próximo que tenéis; cualquiera que esté a cierta distancia de vosotros estará más lejos de vosotros que el yo. Y si no sois capaces de ver a Dios en vuestro propio yo, que es lo que tenéis más próximo, tampoco podréis verlo de ninguna manera en los que estén lejos de vosotros. Debéis conocer a Dios en primer lugar en vuestro propio yo; el que conoce tendrá que conocer, primero, lo divino: es la puerta más próxima.
Pero, recordadlo: es muy interesante que el individuo que entra de pronto en su yo encuentra de pronto la entrada de todo. La puerta que conduce al propio yo es la puerta que conduce a todo. En cuanto una persona entra en su yo, descubre que ha entrado en todo, porque, aunque somos diferentes externamente, internamente no lo somos.
Externamente, todas las hojas son diferentes entre sí. Pero si una persona fuera capaz de penetrar en una sola hoja, llegaría a la fuente del árbol, donde todas las hojas están en armonía. Cada hoja, vista por separado, es diferente; pero cuando hayáis conocido una hoja en su interioridad habréis llegado a la fuente de la que emanan todas las hojas y en la que se disuelven todas las hojas. El que entra en su yo entra, simultáneamente en todo.
La diferencia entre “tú” y “yo” sólo se mantiene mientras no hayamos entrado en nuestro propio yo. El día en que entremos en nuestro yo, desaparece el yo, y también el tú. Lo que queda entonces es el todo.
En realidad, “el todo” no significa la suma del tú y el yo. El todo es donde nos hemos disuelto tú y yo, y lo que queda después es el todo. Si el yo no se ha disuelto todavía, entonces podemos sumar “yos” y “tús”, pero el total no será igual a la verdad. Aunque sumemos todas las hojas, no aparece un árbol, aunque se le hayan sumado todas las hojas. El árbol es algo más que la suma de todas las hojas. Cuando sumamos una hoja a otra, estamos suponiendo que cada una es independiente. Pero un árbol no está compuesto de hojas independientes, en absoluto.
Así pues, en cuanto entramos en el yo, éste deja de existir. Lo primero que desaparece cuando entramos en el interior es la sensación de ser una entidad independiente. Y cuando desaparece esa “yo-idad”, también desaparecen la “tú-idad” y la “otridad”. Lo que queda entonces es el todo.
Ni siquiera es correcto llamarlo “el todo”, porque “el todo” tiene también la connotación del viejo “yo”. Por eso, los que saben no quieren siquiera llamarlo “el todo”. Ellos dirían: “¿De qué es suma ese todo? ¿Qué es lo que estamos sumando?” Además, ellos afirmarían que sólo queda el uno. Aunque quizá dudasen en decir eso siquiera, porque la afirmación del uno da la impresión de que hay dos: da a entender que el “el uno” no tiene significado por sí solo, sin la noción correspondiente del dos. El uno sólo existe en el contexto del dos. Por lo tanto, los que tienen una comprensión más profunda no dicen siquiera que queda el uno; dicen que queda el advaita, la no dualidad.
Esto es muy interesante. Estas personas dicen: “No quedan dos”. No dicen: “Queda el uno”, sino que dicen: “No quedan dos”. Advaita significa que no hay dos.
Podríamos preguntarles: “¿Por qué habláis con tantos rodeos? ¡Decid, simplemente, que sólo hay uno!” El peligro de decir “uno” es que hace surgir la idea del dos. Y cuando decimos que no hay dos, se deduce que tampoco hay tres: se da a entender que no hay uno, ni muchos, ni todos. En realidad, esta diferenciación n fue más que una consecuencia de la visión basada en la existencia del yo. Así, con la cesación del yo, queda lo que es entero, lo indivisible.
Pero, para conocer esto, ¿podemos hacer lo que nos sugiere nuestro amigo?, ¿no podemos visualizar a Dios en todos? Hacerlo así no sería más que tener fantasías, y tener fantasías no es lo mismo que percibir la verdad.
Hace mucho tiempo algunas personas me presentaron a un hombre religioso. Me dijeron que aquel hombre veía a Dios en todas partes, que desde hacía treinta años había visto a Dios en todo: en las flores, en las plantas, en las piedras, en todo. Yo pregunté al hombre si veía a Dios en todo por una cuestión de práctica; pues, si era así, sus visiones eran falsas. No me entendía. Volví a preguntarle:
-¿Tuviste alguna vez fantasías o deseos de ver a Dios en todo?
Él me respondió:
-Sí, en efecto. Hace treinta años empecé a practicar un sadhana en el que yo intentaba ver a Dios en las piedras, en las plantas, en los montes, en todo. Y empecé a ver a Dios en todas partes.
Yo le pedí que pasara tres días conmigo y que, durante ese tiempo, dejase de ver a Dios en todo.
Accedió. Pero al día siguiente me dijo:
-Me has hecho mucho daño. Sólo han pasado, doce horas desde que abandoné mi práctica habitual y ya he empezado a ver las rocas como rocas y los montes como montes: ¡Me has arrancado a mi Dios! ¿Qué clase de persona eres?
-Si puedes perder a Dios con sólo doce horas que dejas de practicar –dije yo-, entonces es que lo que veías no era Dios: no era más que una consecuencia de tu ejercicio habitual.
Es como cuando una persona se repite algo sin cesar y se forja una ilusión. No: no es preciso ver a Dios en una piedra; es preciso, más bien, alcanzar un estado en el cual en la piedra no queda nada más que ver sino Dios. Son dos cosas diferentes.
Empezaréis a ver a Dios en una piedra por medio de vuestros esfuerzos por verlo allí, pero ese Dios no será más que una proyección mental. Ése será un Dios que habréis proyectado sobre la piedra: será fruto de vuestra imaginación. Ese Dios será puramente una creación vuestra: será un producto de vuestra imaginación. Ese Dios no es más que un sueño vuestro, un sueño que habéis consolidado reforzándolo una y otra vez. No hay ningún problema en ver así a Dios, pero es vivir una ilusión, no es entrar en la verdad.
Un día sucede, por supuesto, que el individuo mismo desaparece y que, en consecuencia, no ve nada más que a Dios. Por tanto, uno no siente que Dios está en la piedra; lo que siente es: “¿Dónde está la piedra? ¡Sólo está Dios!” ¿Comprendéis la diferencia que estoy establecido? Por tanto, uno no siente que Dios existe en la planta ni que existe en la piedra; que la planta existe y que, en la planta, también existe Dios. No, nada de eso. Lo que uno llega a sentir es: “¿Dónde está la planta? ¿Dónde está la piedra? ¿Dónde está el monte?”… porque, en todo lo que nos rodea, en todo lo que vemos, lo único que existe es Dios. Así, ver a Dios no depende de un ejercicio de vuestra parte, depende de vuestra experiencia personal.
El mayor peligro en el terreno del sadhana, de la práctica espiritual, es el peligro de la imaginación. Podemos fantasear verdades que, de otro modo, debían convertirse en experiencias personales nuestras. Conocer por experiencia personal es diferente de tener fantasías. Una persona que ha pasado hambre todo el día como en sueños por la noche y se siente muy satisfecho. Quizás no le agrade tanto comer cuando está despierto como comer cuando está soñando: en el sueño puede comer el plato que desee. Pero a la mañana siguiente sigue teniendo el estómago vacío, y la comida que ha consumido en su sueño no lo alimenta. Si un hombre decide vivir sólo de los alimentos que come en sueños, no cabe duda de que se morirá tarde o temprano. Por muy satisfactoria que sea la comida que come en el sueño, en realidad no es comida. No puede pasar a formar parte de su sangre, ni de su carne, ni de sus huesos, ni de su médula. Un sueño no puede causar más que engaños.
No sólo hay comidas hechas de sueños. También hay un Dios hecho de sueños. Y, del mismo modo, hay una moksha, una liberación, hecha de sueños. Hay un silencio hecho de sueños, y hay verdades hechas de sueños. La mayor capacidad de la mente humana es su capacidad para engañarse a sí misma. Pero nadie puede alcanzar la alegría y la liberación cayendo en el engaño de este tipo.
No os pido, pues, que empecéis a ver a Dios en todo. Sólo os pido que empecéis a mirar dentro y a ver lo que hay allí, la primera persona que desaparecerá seréis vosotros mismos: dejaréis de existir en vuestro interior. Descubriréis por primera vez que vuestro yo era una ilusión y que ha desaparecido, que se ha desvanecido. En cuanto echáis una ojeada al interior, lo primero que desaparece es el yo, el ego. En realidad, la sensación de que “yo soy”, sólo persiste hasta que hemos mirado dentro de nosotros mismos. Y si no miramos dentro es, quizás, por miedo a que, si lo hiciésemos, podríamos perdernos.
Habréis visto a un hombre que hace girar una antorcha que tiene en la mano hasta que ésta forma un círculo de fuego. En realidad, no hay tal círculo; lo único que sucede es que cuando la antorcha gira con gran velocidad produce, vista desde lejos, la apariencia de un círculo. Si la veis de cerca, descubriréis que no es más
que una antorcha que se mueve rápidamente, que el círculo de fuego es falso. Del mismo modo, si pasamos al interior y miramos con cuidado, descubriremos que el yo es absolutamente falso. Así como la antorcha que se mueve rápidamente produce la ilusión del yo. Ésta es una verdad científica, y debéis comprenderla.
Quizás no lo hayáis advertido, pero todas las ilusiones de la vida están provocadas por cosas que giran a gran velocidad. La pared parece muy sólida, la piedra que pisáis parece claramente sólida, pero, según los científicos, las piedras no son sólidas. Ahora es bien sabido que cuanto más de cerca han observado los científicos la materia, más ha desaparecido ésta. Mientras el científico estaba apartado de la materia, creía en ella. Solía ser el científico el que decía que la materia era la única verdad, pero ahora es ese mismo científico el que dice que no existe lo que llamamos materia. Los científicos dicen que el movimiento rápido de las partículas eléctricas produce la ilusión de densidad. La densidad, como tal, no existe en ninguna parte.
Por ejemplo, cuando un ventilador eléctrico gira rápidamente no podemos ver las tres aspas que se mueven; no podemos contar cuántas aspas hay. Si gira más deprisa todavía, parecerá que se mueve una pieza circular de metal. Se puede hacer girar tan deprisa que, aunque uno se sentase sobre él, no sentiría el vacío entre las aspas: le parecería que está sentado sobre una pieza de metal sólido.
Las partículas de la materia se mueven a una velocidad semejante; y las partículas no son materia, son energía eléctrica que se mueve rápidamente. La materia parece densa por las partículas de electricidad que se mueven rápidamente. Toda la materia es un producto de la energía que se mueve rápidamente: aunque parece que existe, en realidad no existe. Del mismo modo, la energía de la conciencia se mueve muy deprisa y, por ello, se crea la ilusión del yo.
Existen dos tipos de ilusiones en el mundo: la primera es la ilusión de la materia; la segunda es la ilusión del yo, del ego. Ambas son básicamente falsas, pero sólo acercándose a ellas se hace uno consciente de que no existen. Cuando la ciencia se va acercando a la materia, la materia desaparece; cuando la religión nos acerca al yo, el yo desaparece. La religión ha descubierto que el yo no existe, y la ciencia ha descubierto que la materia no existe. Cuando más nos acercamos, más nos desengañamos.
Por eso digo: pasad dentro; mirad de cerca: ¿hay algún yo dentro? No os pido que creáis que vosotros no sois el yo. Si lo creéis, se convertirá en una creencia falsa. Yo soy atman, yo soy Brahmán; el ego es falso”, entonces caeréis en la confusión. Si esto se convierte en una mera cosa repetitiva, entonces no estaréis haciendo más que repetir una falsedad. No os pido que practiquéis una repetición de este tipo. Lo que os digo es que paséis dentro, que miréis, que reconozcáis quiénes sois. El que mira dentro y se reconoce a sí mismo descubre: “Yo no estoy” En tal caso, ¿quién está dentro? Si yo no estoy, entonces debe estar allí algún otro. El hecho de que “yo no estoy” no significa que allí no esté nadie, porque tiene que haber alguien allí, aunque solo sea para que reconozca la ilusión.
Si yo no estoy, ¿quién está allí? La experiencia de lo que queda después de la desaparición del yo es la experiencia de Dios. La experiencia se vuelve expansiva inmediatamente: al dejar caer al yo, también cae el “tú”, también cae el “él”, y sólo queda un océano de conocimiento. En este estado veréis que sólo Dios es. Por tanto, puede parecer erróneo afirmar que Dios es, porque resulta redundante.
Es redundante decir: “Dios es”, porque Dios es el nombre que damos a “lo que es”. La cualidad de ser es Dios; por eso, la afirmación “Dios es” es una tautología, no es correcta. ¿Qué significa que “Dios es”? Decimos que algo “es” cuando también puede convertirse en “no es”. Decimos: “La mesa es”, porque es muy posible que la mesa no exista mañana o que la mesa no existiera ayer. Algo que antes no ha existido puede dejar de existir de nuevo. Luego, ¿qué sentido tiene decir “eso es”? Dios no es algo que no haya existido antes, ni es posible que deje de existir. Por eso, no tiene sentido decir que “Dios es”. Es. En realidad, también llamamos a Dios “lo que es”. “Dios” Significa: “existencia”.
En mi opinión, si imponemos a nuestro Dios sobre “lo que es” nos estamos precipitando en la falsedad y en el engaño. Y recordad que los dioses que hemos creado están hechos de diferentes maneras; cada uno tiene su propia marca de fábrica. El hinduista ha hecho a su propio Dios; el musulmán tiene al suyo. El cristiano, el jainista, el budista: cada uno tiene a su propio Dios. Todos han acuñado sus propios términos respectivos; todos se han creado a sus respectivos dioses. ¡Florece toda una gran industria de fabricación de dioses! En sus casas respectivas, las gentes fabrican a su Dios; producen a su propio Dios. Y todos estos fabricantes de dioses compiten entre sí en el mercado, del mismo modo que los artesanos que elaboran objetos en sus casas. El Dios de cada uno es diferente del de todos los demás.
En realidad, mientras suceda que “yo soy”, todo lo que yo cree será diferente de lo vuestro. Mientras suceda que “yo soy”, mi religión, mi Dios, será diferente del de los demás, porque habrá sido creado por el yo, por el ego. Como nos consideramos a nosotros mismos entidades independientes, todo lo que creemos tendrá un carácter independiente. Si hubiera libertad para crear religiones, habría en el mundo tantas religiones como personas: ni una menos. Si en el mundo hay tan pocas religiones es porque falta una libertad adecuada para ello.

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