lunes, 6 de junio de 2011

La imposición de nuestro punto de vista

A un hombre lo hacia sufrir mucho su mujer. A todos los hombres les pasa, pero a éste su mujer lo hacía sufrir demasiado. Él era hombre religioso, pero la mujer no tenía nada de religiosa. Normalmente sucede lo contrario, (la mujer es religiosa y el marido no lo es), pero ¡todo puede suceder! Yo entiendo que sólo uno de los dos puede volverse religioso. El marido y la mujer no se pueden volver religiosos juntos: el uno siempre será opuesto al otro. En este caso, el marido se había vuelto religioso primero, y la mujer no se había preocupado de ello; pero el marido intentaba cada día volverla religiosa.
Las personas religiosas tienen una debilidad esencial: quieren volver a los demás como ellas. Esto es muy peligroso; es una conducta violenta. No está bien intentar volver a los demás como somos nosotros. Basta con exponer a los demás nuestro punto de vista; pero acorralar a alguien y obligarlo a creer lo que creemos nosotros es un acto de represión, de tortura: es una especie de violencia espiritual.
Todos los gurús practican actividades de este tipo. Rara vez se encuentra a una persona más violenta que un gurú. El gurú tiene al discípulo asido por el cuello e intenta imponerle las ropas que debe ponerse, cómo debe llevar el pelo, lo que debe comer, cuándo debe dormir, cuándo debe levantarse… le impone esto, aquello y lo de más allá, cosas de todo tipo. A base de imposiciones como éstas, los gurús prácticamente matan a las personas.
De modo que el marido estaba muy deseoso de volver religiosa a su mujer. En efecto: a la gente le agrada mucho volver religiosos a los demás. Volverse religioso uno mismo es un cambio muy radical, pero a la gente le satisface tremendamente acosar a los demás para que se vuelvan religiosos, porque, la hacerlo, dan por supuesto que ellos mismos son personas religiosas. Pero la mujer no hacía caso a su marido. El marido, desesperado, acudió a su gurú y le suplicó que fuera a su casa y que convenciera a su esposa.
El gurú llegó un día, muy temprano, hacia las cinco de la mañana. El marido ya estaba en la sala de culto. La mujer barría el patio. El gurú la abordó allí mismo y le dijo:
-Tu marido me dice que no eres una persona religiosa. Nunca adoras a Dios, nunca rezas, nunca entras en el templo que ha construido tu marido en vuestra casa. Mira a tu marido: son las cinco de la mañana y ya está en el templo.
La mujer respondió:
-No recuerdo haber visto a mi marido ir nunca al templo.
El marido, que estaba en su templo, oyó lo que había dicho su mujer y se puso rojo de la ira. Las personas religiosas se enfurecen con facilidad, y más todavía las que están en un templo. No os podéis imaginar lo fácil que es avivar su ira; sólo el cielo sabe si la gente va a los templos para ocultar allí las llamas de su ira o por algún otro motivo. Cuando una persona se vuelve religiosa, convierte en un infierno la vida del resto de su familia.
El marido estaba completamente indignado. Iba por la mitad de sus oraciones cuando oyó lo que había dicho su mujer. No daba crédito a sus oídos: lo que había dicho ella era una mentira absoluta. ¡Él en el templo, y su mujer diciendo al gurú que no sabía si había entrado allí alguna vez! Se apresuró a terminar sus oraciones para poder salir y desmentir tamaña mentira.
El gurú empezó a reñir a la mujer:
-¿Qué dices? Tú marido acude al templo con regularidad.
El marido, que oía esto, se puso a recitar sus oraciones con voz todavía más fuerte. El gurú dijo:
-¡Mira con cuánto vigor reza!
La mujer se rió y respondió:
-¡Me cuesta creer que a ti te engañe también esa recitación! Es verdad que esta repitiendo el nombre de Dios en voz alta; pero, por lo que yo veo, no está en el templo: está en la tienda del zapatero, regateando con él.
¡Aquello fue demasiado! El marido no pudo contenerse más. Interrumpió su oración y salió corriendo del templo.
-¿A qué vienen todas esas mentiras? -gritó- ¿No veías que estaba rezando en el templo?
-Mira dentro de ti con un poco más de atención –dijo la mujer- ¿Acaso no estabas regateando con el zapatero? ¿Y no has tenido una discusión con él?
El marido quedó confuso, pues lo que decía ella era verdad.
-Pero ¿cómo lo has sabido? –le preguntó.
-Anoche, antes de acostarte, me dijiste que lo primero que harías esta mañana sería ir a comprarte un par de zapatos, que te hacen falta –respondió la mujer- Me dijiste también que te parecía que el zapatero pedía demasiado por los zapatos. Sé por experiencia que lo último que uno piensa antes de acostarse por la noche es lo primero que piensa a la mañana siguiente. Por eso, supuse que debías de estar en la zapatería.
-No puedo decir nada, pues tienes razón –dijo el marido- Yo estaba, en efecto, en la zapatería, y discutimos el precio de los zapatos. Y cuanto más nos acalorábamos en nuestra discusión, más alto repetía yo el nombre de Dios. Quizás estuviera repitiendo exteriormente el nombre de Dios, pero en mi interior estaba discutiendo con el zapatero. Tienes razón: es posible que yo no haya estado nunca verdaderamente en el templo.

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