domingo, 7 de abril de 2013
Nadie puede enseñarte nada.
Podrás conseguir que alguien te enseñe cosas mecánicas, científicas o
matemáticas, como el álgebra, el inglés, el montar en bicicleta o el
manejar un ordenador. Pero en las cosas que verdaderamente
importan - la vida, el amor, la realidad, La creación...- nadie puede enseñarte
nada.
A lo más, podrán darte fórmulas. Lo malo de las fórmulas, sin
embargo, es que la realidad que te proporcionan viene filtrada a través
de la mente de otra persona. Si adoptas estas fórmulas, quedarás
preso en ellas, te marchitarás y, cuando mueras, no habrás llegado a
saber lo que significa ver por ti mismo, aprender.
Míralo de esta manera: probablemente, ha habido momentos en tu vida
en los que has tenido una experiencia que sabes que habrás de llevarte
contigo a la tumba, porque eres completamente incapaz de encontrar
palabras para expresarla. De hecho, ningún lenguaje humano posee
palabras con las que poder expresar exactamente lo que has
experimentado. Piensa, por ejemplo, en la clase de sentimiento que te
ha invadido al contemplar el vuelo de un ave sobre un idílico lago, o al
observar una brizna de hierba asomando por la grieta de un muro. o al
escuchar el llanto de un niño en mitad de la noche, o al percibir la
belleza de un cuerpo humano desnudo, o al contemplar un frío y rígido
cadáver en su ataúd...
Podrás tratar de comunicar dicha experiencia
valiéndote de la música, de la poesía o de la pintura, pero en el fondo
sabes que nadie comprenderá jamás exactamente lo que tu has visto y
sentido. Eso es algo que te resulta absolutamente imposible de
expresar, y mucho menos de enseñar a otro ser humano.
Pues bien, eso es exactamente lo que un Maestro siente cuando le
pides que te instruya acerca de la vida, o de Dios, o de la realidad... Lo
más que puede hacer es proporcionarte una "receta", una serie de
palabras ensartadas en una fórmula. Pero, ¿para qué sirven esas
palabras? Imagínate a un grupo de turistas en un autobús. Las
cortinillas están echadas, y ellos no pueden ver, oír, tocar u oler
absolutamente nada del extraño y exótico país que están atravesando,
mientras el guía no deja de hablar, tratando de ofrecerles lo que él
considera una vívida descripción de los olores, sonidos y objetos del
exterior. Lo único que los turistas experimentarán serán las imágenes
que las palabras del guía originen en sus mentes. Supongamos ahora
que el autobús se detiene y el guía les indica que salgan afuera,
mientras les da una serie de fórmulas de lo que pueden esperar ver y
experimentar. Pues bien la experiencia de los turistas estará
contaminada, condicionada y deformada por dichas fórmulas, y ellos
percibirán, no a realidad en sí, sino la realidad tal como ha sido filtrada
a través de las fórmulas del guía.
Mirarán la realidad selectivamente, o bien proyectarán sobre ella sus
propias fórmulas, de manera que lo que verán no es la realidad, sino
una confirmación de sus fórmulas.
¿Hay alguna forma de saber si lo que estás percibiendo es la realidad?
Hay al menos un indicio: si lo que percibes no encaja en ninguna
fórmula, ni propia ni ajena; si, sencillamente, no puede expresarse con
palabras. Entonces, ¿qué pueden hacer los maestros? Pueden hacerte
saber lo que es irreal, pero no pueden mostrarte la realidad; pueden
echar abajo tus fórmulas, pero no pueden hacerte ver lo que las
fórmulas pretenden reflejar; pueden desenmascarar tu error, pero no
pueden ponerte en posesión de la verdad. Pueden, a lo más, apuntar
en dirección a la realidad, pero no pueden decirte lo que ven. Tendrás
que aventurarte y descubrirlo por ti mismo.
"Aventurarse" significa, en este caso, prescindir de toda fórmula,
tanto si te la han proporcionado otros como si la has aprendido en los
libros o la has inventado tú mismo a la luz de tu propia experiencia.
Esto es, posiblemente, lo más aterrador que puede hacer un ser
humano: adentrarse en lo desconocido sin la protección de ningún tipo
de fórmula o receta. Ahora bien, prescindir del mundo de los seres
humanos, tal como lo hicieron los profetas y los místicos, no significa
prescindir de su compañía, sino de sus fórmulas. Y entonces, eso sí,
aun cuando estés rodeado de personas, estarás verdadera y
absolutamente solo. Pero ¡qué imponente soledad! La soledad del
silencio. Un silencio que será lo único que veas. Y en el momento en
que veas, renunciarás a todo tipo de libros, guías y gurús.
Pero ¿qué es exactamente lo que verás? Todo, absolutamente todo:
una hoja que cae del árbol, el comportamiento de un amigo, la
superficie rizada de un lago, un montón de piedras, un edificio en
ruinas, una calle asestada de gente, un cielo estrellado..., todo. Una
vez que hayas visto, puede que alguien intente ayudarte a expresar tu
visión con palabras, pero tú negarás con la cabeza y dirás: "No, no es
eso; eso es simplemente una fórmula más..." Puede también que algún
otro intente explicarte el significado de lo que has visto, y tú volverás a
negar con la cabeza, porque el significado es una fórmula, algo que
puede verterse en conceptos y tener sentido para la mente pensante,
mientras que lo que tú has visto está más allá de toda fórmula, de todo
significado. Y entonces se producirá en ti un extraño cambio,
difícilmente perceptible al principio, pero radicalmente transformador. Y
es que, una vez hayas visto, ya no volverás a ser el mismo, sino que
sentirás la estimulante libertad y la extraordinaria confianza que
produce el hecho de saber que toda fórmula, por muy sagrada que sea,
es inútil; y nunca más volverás a llamar a nadie: "maestro".
En
adelante, y a medida que observes y comprendas de nuevo cada día
todo el proceso y el movimiento de la vida, ya no dejarás de aprender,
y todas las cosas sin excepción serán tus "maestros"
Desecha, pues, tus libros y tus fórmulas, atrévete a prescindir de tu
maestro, sea quien sea, y mira las cosas por ti mismo. Atrévete a
fijarte, sin temor ni fórmula alguna, en todo cuanto te rodea, y no
tardarás en ver.
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