miércoles, 10 de abril de 2013
Se como un niño para entrar al reino de los cielos.
Cuando mira uno los ojos de un niño, lo primero que llama la atención es su inocencia: su deliciosa incapacidad para mentir, para refugiarse
tras de una máscara o para aparentar ser lo que no es.
En este sentido,
el niño es exactamente igual que el resto de la naturaleza. Un perro es
un perro; una rosa, una rosa; una estrella, una estrella. Todas las cosas
son, simple y llanamente, lo que son. sólo el ser humano adulto es
capaz de ser una cosa y fingir ser otra diferente. Cuando una persona
mayor castiga a un niño por decir la verdad, por revelar lo que piensa y
siente, el niño aprende a disimular y comienza a perder su inocencia. Y
no tardará en engrosar las filas de las innumerables personas que
reconocen perplejas no saber quienes son, porque, habiendo ocultado
durante tanto tiempo a los demás la verdad sobre sí mismas, acaban
ocultándosela a sí mismas.
¿Cuánto de la inocencia de tu infancia
conservas todavía? ¿Existe alguien hoy en cuya presencia puedas ser
simple y totalmente tú mismo, tan indefensamente sincero e inocente
como un niño?
Pero hay otra manera muy sutil de perder la inocencia de la infancia:
cuando el niño se contagia del deseo de ser alguien. Contempla la
multitud increíble de personas que se aferran con toda su alma, no por
llegar a ser lo que la naturaleza quiere que sean
-músicos, cocineros, mecánicos, carpinteros, jardineros, inventores... -
sino por llegar a ser "alguien"; por llegar a ser personas felices,
famosas, poderosas...; por llegar a ser algo que les suponga, no mera
y pacífica autorrealización, sino glorificación y agigantamiento de su
propia imagen. Nos hallamos, en este caso, ante personas que han
perdido su inocencia porque han escogido no ser ellas mismas, sino
destacar y darse importancia, aunque no sea más que a sus propios
ojos.
Fíjate en tu vida diaria. ¿Hay en ella un sólo pensamiento, palabra
o acción que no estén corrompidos por el deseo de ser alguien, aun
cuando sólo pretendas ser un santo desconocido para todos, menos
para ti mismo? El niño, como el animal inocente, deja en manos de su
propia naturaleza el ser simple y llanamente lo que es. Y, al igual que el
niño, también aquellos adultos que han preservado su inocencia se
abandonan al impulso de la naturaleza o al destino, sin pensar siquiera
en "ser alguien" o en impresionar a los demás; pero, a diferencia del
niño, se fían, no del instinto, sino de la continua consciencia de todo
cuanto sucede en ellos y en su entorno; una consciencia que les
protege del mal y produce el crecimiento deseado para ellos por la
naturaleza, no el ideado por sus respectivos y ambiciosos egos.
Existe además otro modo de corromper la inocencia de la infancia por
parte de los adultos, y consiste en enseñar al niño a imitar a alguien.
En el momento en que hagas del niño una copia exacta de alguien, en
ese mismo momento extingues la chispa de originalidad con que el
niño ha venido al mundo. En el momento en que optas por ser como
otra persona, por muy grande o santa que sea, en ese mismo
momento prostituyes tu propio ser. No deja de ser triste pensar en la
chispa divina de singularidad que hay en tu interior y que ha quedado
sepultada por capas y más capas de miedo. Miedo a ser ridiculizado o
rechazado si en algún momento te atreves a ser tú mismo y te niegas a
adaptar mecánicamente a la de los demás tu forma de vestir, de obrar,
de pensar... Y observa cómo es precisamente eso lo que haces:
adaptarte, no sólo porque se refiere a tus acciones y pensamientos,
sino incluso en lo que respecta a tus reacciones, emociones, actitudes,
valores... De hecho, no te atreves a evadirte de esa "prostitución" y
recuperar tu inocencia original. Ése es el precio que tienes que pagar
para conseguir el pasaporte de la aceptación por parte de tu sociedad o
de la organización en la que te mueves. Y así es como entras
irremediablemente en el mundo de la insinceridad y del control y te ves
exiliado del Reino, propio de la inocencia de la infancia.
Y una última y sutilísima forma de destruir tu inocencia consiste en
competir y compararte con los demás, con lo cual canjeas tu ingenua
sencillez por la ambición de ser tan bueno o incluso mejor que otra
persona determinada.
Fíjate bien: la razón por la que el niño es capaz
de preservar su inocencia y vivir, como el resto de la creación, en la
felicidad del Reino, es porque no ha sido absorbido por lo que
llamamos "el mundo", esa región de oscuridad habitada por adultos
que emplean sus vidas, no en vivir, sino en buscar el aplauso y la
admiración; no en ser pacíficamente ellos mismos, sino en compararse
y competir neuróticamente, afanándose por conseguir algo tan vacío
como el éxito y la fama, aun cuando esto sólo pueda obtenerse a costa
de derrotar, humillar y destruir al prójimo. Si te permitieras sentir
realmente el dolor de este verdadero infierno en la tierra, tal vez te
sublevarías interiormente y experimentarías una repugnancia tan
intensa que haría que se rompieran las cadenas de dependencia y de
engaño que se han formado en torno a tu alma, y podrías escapar al
reino de la inocencia, donde habitan los místicos y los niños.
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